jueves, 27 de noviembre de 2014

Toda la crema

En este barrio de mierda los chicos se van pareciendo cada día un poco más entre sí: visten de un modo idéntico, se mueven como calcándose, tomando de sus botellitas, fumando de sus pipas, se hacen los mismos ademanes ampulosos unos a otros, dicen las mismas cosas con las exactas palabras de la pobrísima jerga común que han ido conformando, con base esencial en el lenguaje carcelario que es una suerte de norte acá, —la cárcel, la puta tumba y su parafernalia de excremento, y sus códigos, y sus dogmas de fe perdida o encontrada en la basura, su religión maledicente, y su furia, y sus formas de mantenerse relativamente vivo entre ella, trasladadas afuera—. La cultura emitida por televisión hace, también, su masivo aporte caustico a la puesta en escena cotidiana. Los chicos se mimetizan en cada uno de los podridos detalles; quieren ser una parte de ese todo contagioso que se ha ido pergeñando, ¿quién sabe dónde, cómo y por qué?, y que creen importante, valorable, propio, singular, la joya de la identidad anhelada… Quieren pertenecer a la monocorde tribu inarmónica de soldados iguales, calcados, al ejército de escabrosa terracota, que el entorno da la impresión de promover con una sórdida estrategia que se oculta, que no se deja ver, que escupe sus bacilos desde las infecciosas sombras laterales.
Por un lado van cimbrando las chicas: con sus peinados de flequillos similares, y la ropa extremadamente apretada, encajada a presión en los huecos, y los piercing, y las maneras brutales de pintarse los rostros aniñados para la guerra inmanente; por el otro los chicos: con sus gorros, y bermudas holgadas, y tatuajes de cuchillos y serpientes, y con sus zapatillas fastuosas, coloridas, enormes, símbolos místicos de la era que se arrastra por el suelo inmundo. Algunas pocas chicas eligen vestirse más en el estilo de la habitualidad normada para los hombres; no hay, por otra parte, chicos que elijan vestirse a la luz del sol en el estilo de las chicas; quizás algunos lo hagan, pero en el margen, en la penumbra, casi invisibles, en la intimidad de sus casillas; en este barrio ser una mujer es bastante peor que ser un hombre, más duro, más complicado, aún más peligroso; hay que decirlo, por lo general se las maltrata bastante; y los chicos que preferirían ser chicas ni se asoman como tales por las calles del barrio, hasta que ya son más grandes y se animan a afrontarlo… Y, entonces, se asoman para irse y no volver nunca más a mover el culo por acá, salvo raras excepciones, como Cari, la mujer del Polaco, El Polaco es uno de los Capitanes de la Industria del barrio. La Cari es el único hombre con preferencias de mujer del que tengo noticias que haya podido permanecer en este lugar.
Las chicas que eligen vestirse en el estilo de los chicos y que gustan de las chicas, tampoco la pasan nada bien; se les tolera que asuman modos masculinos pero no que aborden a chicas femeninas del barrio; se han dado varios casos en que, después de molerlas a patadas, las violan salvajemente entre unos cuantos y las dejan tiradas medio muertas en una zanja periférica, cubierta de algo así como agua eternamente estancada, pegada al paredón donde termina el barrio y empieza el purgatorio. Sí se relacionan entre ellas no hay mayores problemas. Alguna broma pesada, pero nada serio. Lo otro ha sido tradicionalmente complicado… Puntualmente, recuerdo una a la que le decían La Pollo: primero amaneció hecha polvo una mañana, toda cortada, después desapareció un tiempo, unos meses, y creo que la terminaron matando, porque se le tiro a la hermana de un soretito que la iba de taura, alcahuete de un Capitán, Moncho, y, en consecuencia, la pusieron. Era preciosa, pobrecita; buena piba; tímidos ojitos vivaces.
Así mismo, no está mal visto que las chicas femeninas jueguen sexualmente entre ellas, siempre y cuando no pase de un juego y tenga por objetivo final motivar a algún hombre, fundamentalmente.
A las chicas más lindas las llevan a un tugurio, en el medio del barrio, del que se sirven sólo los transas, y algún invitado eventual, por lo general yutas, o algún putito de la intendencia.
Los chicos más chicos se van preparando para seguir el camino signado por sus hermanos mayores, que en algunas oportunidades son en realidad sus padres, y la gente grande da la impresión de no tener ningún sentido, se visten con lo que encuentran tirado en el piso, desganadamente, y parecen secos y caminan como completos desgraciados, juntando mugre, residuos; sucios, muertos, zombis... Salvo los transas, los transas manejan toda la estructura en este estanque… Y se desplazan entre la mierda cubiertos de magníficos oros en sus autos y sus motos. También hay tres o cuatro loquitos que no responden a ninguno de los mambos generalizados.
Se escucha repugnante música, permanentemente, en cada uno de los rincones. Una música pringosa, desagradable y espuriamente festiva.
Se toma muchísima cerveza.
Apenas da comienzo el barrio, contra la avenida, hay un bar que antes era de un chino Paceño, al que le compraron con un par de tiros, y ahora es de los transas. Ahí se junta toda la crema.
Toda la crema son: El Gitano, su mujer La Sonia y los siete Capitanes y sus respectivas mujeres. Pura bosta. Y la Brigada, que pasa puntualmente cada semana a buscar la suya. Más bosta todavía.
La policía normal no entra jamás al barrio; muy de vez en cuando se ve pasar un patrullero a una o dos cuadras.
El Gitano no es un gitano ni nada que se le parezca; le dicen así, probablemente, por su gusto por las cadenas de oro, y las camisas coloridas, y los autos. En los alrededores, los verdaderos gitanos se suelen dedicar a la comercialización de vehículos. Este Gitano era pirata del asfalto hasta que vino a caer acá y agarró la manija de la Industria, al morir El Abuelo.
—¿Qué pasa, chabón? ¿Todo liso? —le pregunta uno de los soldaditos al Chapa, el loquito más loco. 
—Liso, tenés vos el orto de tanta bomba que te meten —respondió El Chapa, y siguió caminando hacia fuera. 

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