sábado, 30 de noviembre de 2013

Una cena más.

Ella le dijo que la comida ya estaba servida en la mesa, que por favor viniera a comer, que se enfriaba. Lo hizo a media voz, de un modo relativamente distante e impersonal pero con suma amabilidad. Él estaba tirado en la cama, se encontraba muy cansado, le costaba moverse, había sido un día complicado, no extraordinariamente complicado, complicado a secas, ordinariamente complicado. De un tiempo a esta parte todos los días de rutina laboral le resultaban complicados.
Tenía la costumbre de llegar y cambiarse la ropa del trabajo por un pantalón corto y una de sus remeras viejas. Esa noche no, se quedó desnudo.
Ella también estaba cansada, fundamentalmente cansada de silencios, le dijo que ya no lo llamaba más, que hiciera lo que quisiera, que estaba todo frio. Él respondió que ya iba, que en un segundo estaba. Se puso una remera destrozada y un pantalón corto.
No eran jóvenes, no eran viejos, no tenían hijos. Ella siempre buscaba estar linda para él, se arreglaba especialmente.
—Hace calor, está mejor así un poco frio. —Dijo él, después del primer bocado.
—Le puse tomate natural desmenuzado. Nunca le había puesto. ¿Te gusta?
—Sí, está bueno, muy bueno. Hoy tuve un día terrible. Me atacó una constelación de pelotudos, todo el día.
—Mi hermana se va a casar.
—Pobre tipo.
Ella sonrió sin decir nada. Comieron en silencio, mirándose de a ratos a los ojos. Llevaban varios años juntos. Todavía se querían bastante.
Ella era profesora de matemáticas, tenía unas horas en un par de colegios y algunos alumnos particulares a los que les daba clases ahí, en su casa. Uno de ellos se llamaba Pedro, Pedrito, era el alumno más pequeño que tenía, once años, sentía predilección por ese chico, estaba enamorada. Constantemente le hablaba a él acerca de Pedrito, de las cosas que Pedrito le decía, de lo ocurrente que era, de lo rápido que hacía los ejercicios, de cómo se preparaba para una olimpiada matemática que seguro ganaría, de su carita simpática, de sus pecas, del pelo colorado.
A él no le gustaban mucho los chicos. Igual hubiese querido que tuvieran uno, más que nada por ella. En algún momento pensaron en adoptar, a veces barajaban esa posibilidad. Era complicado, muy complicado. Y caro, sumamente caro. Los abogados. Recién ahora estaban un poco mejor económicamente.  
Después de cenar él siempre tomaba vodka, fría, pura, sin hielo ni nada, ponía música y a veces fumaba un cigarro nicaragüense, que compraba en atados de cincuenta. Ella lo peleaba por el precio de esos cigarros, él le decía que era lo único costoso que se compraba. 
La música y el humo calmaban las fieras. Las fieras que navegaban el interior violento del hombre, en apariencia, manso. Aquella noche le costaba calmarse, lo impregnaban imágenes de rupturas. 
Ella miraba una revista, una de esas estereotípicas revistas para mujeres.