viernes, 30 de mayo de 2014

Tanita y el hombre de la cara de caballo.

El amor es un juego extraño que se juega con reglas incomprensibles; el verdadero, no el supuesto de los que se enamoran de aquello de lo que se deben enamorar.

Las mesitas agrietadas de madera y las de plástico corrompido y las sillas de colores despintados…, las paredes grises con brotes ennegrecidos y las guirnaldas despedazadas y los residuos de banderines turbios…, el mostrador de estaño, las botellas, los vasos oscurecidos y la campana opaca sobre la bandeja de sándwiches..., y las moscas enormes. Una foto de un alazán tostado de manos blancas pasando al trote por el disco de Palermo, con el jockey paradito con la fusta bajo el brazo… Y varios campeones de diferentes pesos con diferentes niveles de distorsión en las alegres caras trompeadas… Y, por encima de aquello y de lo que hubiera, el amarillento retrato del eterno zorzal sonriente que todavía sigue cantando las canciones de esa ciudad que se va a morir cuando él no cante… El gallego que no era gallego, que había nacido en Valladolid, y llegó de allá con dos años recién cumplidos, para ser más tanguero que nadie y silbar bien fuerte, vibrante y hermoso las repiqueteantes notas agoreras.
Suena la cruel verdad de Discépolo que dice que vamos a ver que todo es mentira.
En este pedazo el tango vive como no puede vivir en otros: en el arroyo negro que ni se mueve, en los fierros retorcidos, en los residuos hechos montaña, en las miradas que quedaron clavadas.
Cuna de nacidos muertos, de gorriones con las alas rotas, de vírgenes golpeadas y violadas, de carne predestinada para el presidio, de putas que aman bastante por monedas inexistentes y de boxeadores que perdieron todas.

El gallego dice que la máquina de café no funciona desde hace dos días, que le falta un repuesto; que mañana, con suerte, se lo solucionan.
El ingeniero pidió caña quemada e hizo que yo también tomara una.
Se pelearon por un pollo en el patio pegado a la escuela y el petiso pelado salió herido de púa en la pierna. La madre del petiso le lloraba al gallego. Qué petiso complicado, no hay día que no esté en un barullo.
Igual, el sol acariciaba la tarde que, como no podía ser de otro modo, tenía un dulce olor a podrido.
Tipo raro el ingeniero. Más raro desde que el hermano se voló el mate.
El gallego nos contó a su forma la historia de Tanita y el hombre de la cara de caballo. Yo ya la conocía en detalle.

El hombre de la cara de caballo estaba permanentemente solo; parecía deshecho, siempre; como tirado en un rincón al margen, en el mismo rincón al margen cada día atrás de cada día lento. Los viejos roncos de los naipes lo invitaban a jugar pero él no aceptaba, jamás; se quedaba en su mesa del final garabateando un cuaderno engrasado. Generalmente tomaba ginebra pura, aunque en algunas oportunidades, muy de vez en cuando, la mezclaba con agua tónica y limón; una botellita de trescientos cincuenta centímetros cúbicos y un par de rodajas para acompañar varias ginebras bien servidas.
—Tengo cierto malestar —decía, mientras señalaba con sus percudidas manos gigantes desde la boca hacia el estómago.
Casi no comía nada, alguna ligera picada, a veces: aceitunas, queso duro, pan tostado.
No se sabía de él, sólo que trabajaba en el corralón grande, de sereno.
No parecía ser muy viejo, alrededor de cincuenta muy mal llevados, pero daba todo el tiempo la impresión de estar tremendamente cansado. Sucio, roto, rengo, desprolijo, medio muerto, acabado. Aureolas negras alrededor de los ojos amarillos entrecerrados.
El mozo colorado loquito lo atendía con su buena disposición desequilibrada y decía que el hombre de la cara de caballo estaba escribiendo algo así como una desahuciada despedida inabarcable que daba vueltas de carnero y no iba a terminar de saludar nunca a la exigua platea expectante. No sé de dónde saca esas ideas para explicar cómo explica, el colorado.
—Los que andan así, como este, son los peores locos —largaba el mozo loquito.
—Vos de locos sabes bastante —le respondía el gallego.

Nadie podría decir cómo fue que Tanita concluyó sentada en la mesita roja del final del último bar del puerto con el hombre de la cara de caballo escuchándola contar su vidita en lentos susurros ásperos. Una tarde apareció ahí, sentadita de piernas cruzadas y tomando un jugo de naranjas y comiendo un sándwich de salchichón y tomate.
Tanita vendía flores, pequeñas flores simples en minúsculos ramos apretados, para que los marineros que volvían llegaran con algo.
La tristeza que se hace continuidad es una enfermedad temible. El hombre con la cara de caballo parecía insalvable. Sin embargo se terminó salvando, por unos días, en el insólito amor a Tanita. Ninguna salvación es definitiva, desgraciadamente las cosas son de esa manera… Y más acá que en ningún lado.

La vida es mucho mejor en los bares; más fácil, más llevadera, menos cruda, menos amarga. Son algo así como un nido para los pájaros que no tienen. Aún el último bar del puerto.

Tanita era chiquita, una nena todavía; de esas nenas a las que las calles les enseñan demasiado, salvajemente rápido. El pelo como varón y una cicatriz que le cortaba la sonrisa compleja y una parte de la naricita; las delgadas piernas quebradas, cubiertas por un pantalón azul bien holgado. Le había pegado un auto en la avenida, hace dos o tres años. Estuvo más de seis meses en el hospital. Solita, pobre… ¡siempre! La iba a ver sólo el gallego y una vieja del barrio.
 
El rancho de atrás del corralón grande se hizo hogar y se pintó de brillante blanco en los ladrillos y de verde en las chapas y la madera. Tanita usaba lindos vestidos de flores. El hombre de la cara de caballo aprendió a bailar de las manos de su amada princesa chiquitita. Estuvieron levemente felices un tiempo.  
Después, como era de esperar, la ley les cortó los restos de alas a los gorriones.
No se los vio más, a ninguno. 
Igual, el sol acariciaba la tarde apenas fresca que, como no podía ser de otro modo, inevitablemente, tenía un dulce olor a podrido.

sábado, 24 de mayo de 2014

Banderas dementes.

Juan ha estado siempre un poco loco pero esto se ha ido profundizando bastante, parece; concuerdan en que la cuestión es más o menos de ese modo casi todos los que dicen conocerlo; me exceptúo porque no soy un parámetro válido y el asunto de pretender conocer a las personas —de verdad, profundamente, más allá de la evidente cáscara— me genera muchísimas dudas, tendríamos que empezar por conocernos a nosotros mismos. Igual, su locura nunca ha dado signos de ser peligrosa, ni para él ni para terceros; la suya es una locura calma, templada y muy agradable al trato, agradabilísima. Sólo una cierta desconfiguración que remonta buen vuelo bien rápidamente y unos ligeros toques de perderse y no dar respuestas razonables, a veces; aunque el concepto de razonabilidad es tan discutible… ¡Tan discutible! ¡Tan pero tan, tan, tan discutible! La verdad es que desde chico ha sido así y no ha empeorado demasiado, creo yo, ¿quizás apenas?, no sé, no podría aseverar nada en concreto.
Recuerdo cuando nos fuimos en una oportunidad de vacaciones, tendríamos veintiuno o veintidós, en una combi destrozada que habíamos comprado por nada y anduvimos infinidad de tiempo dando vueltas por la costa Uruguaya y del sur de Brasil, haciendo desastres… Juan le sacaba unas monedas a la gente realizando unos retratos sumarios que eran un absoluto disparate, con visos de un cubismo expresionista simplificado, y nunca se parecían en nada, ni cercanamente, al supuesto retratado que miraba los trazos con invariable asombro confundido. Era precioso como les explicaba que lo que él dibujaba era lo que se veía más allá de las apariencias superficiales, que él iba hacia lo profundo, por atrás de ellas, y era eso lo que pretendía trasladar al papel: la esencia; algunos se reían infinitamente con sus cuentos, casi todos.  
Hace unos cuantos días discutió, fuertemente, con Georgina, su mujer por años, básicamente porque ella quería que de alguna manera se asentara, que encontrara alguna clase de rumbo distinto a su normal delirio de aleteo fluctuante. Juan no aceptó esa idea, él dice que ha sido lógico demasiado tiempo y que ya no quiere saber nada con ningún tipo de lógica, que tiene decidido ser completamente ilógico de ahora en adelante, sin excepciones. En su boca suena gracioso, ¿cuándo fuiste lógico?, se le podría preguntar, pero uno sabe que él contestaría que siempre lo fue, hasta ese momento, y que tiene decidido no serlo más; y aunque esto nos resulte delirante, ¿qué podríamos decirle? Lo cierto es que puede ser qué esté cada vez más loco, pero de un modo amable, simpático. Juan ha sido siempre muy amable y simpático.
Se peleó con Georgina y se fue a vivir a un departamento mínimo en el final de un estrecho pasillo derruido e interminable, colmado de plantas, que tiene pegada a la última puerta una escalera caracol que permite subir a la vivienda que Juan decoró con una virulencia desencajada hecha con cosas que recogió, fundamentalmente, de la calle. Toda la vida anduvo trayendo cosas de la calle.
Parece que Martín fue a visitarlo y lo recibió con un conejo cocinado de manera increíble en una cacerola de barro, varias botellas de un vino rosado exquisito y un flan con una crema extraña pero riquísima. Parece que Martín dijo que está bien, que está trabajando en el depósito de una ferretería industrial y está contento; que en los ratos libres pinta especialmente con óleo y que elabora, muy entusiasmado, una serie de máscaras y de banderas. El tema de las banderas es una constante en Juan; recuerdo una oportunidad en la que estuvo más de diez horas hablando ininterrumpidamente de una pintura que estaba haciendo, ¿no sé sí la habrá terminado alguna vez?, decía que era una bandera viva…, que por lo general las banderas eran ideas muertas, momificadas, pero que él estaba pensando en que eso tenía, necesariamente, que variar y las diferentes banderas de las diferentes cuestiones debían cobrar una vida y modificarse, constantemente, para poder expresar algo en movimiento, en crecimiento, y no quedarse detenidas en una visión que había sido, pero que ya no podía ser más, porque las cosas cambian y las banderas también tienen que cambiar, evolucionar... Juan es esas maravillosas ideas extrañas al mundo y su descarriada forma de defenderlas y plasmarlas.
Parece que Georgina está muy preocupada por Juan, eso le dice a todo el mundo todo el tiempo sin detenerse ni a respirar, y le pidió a Martín que intente influir en él para que vuelva a su antigua casa con ella y con los gatitos que lo extrañan increíblemente, pero parece que Juan no quiere saber nada y le dijo que, en todo caso, si quería, que ella viniera a vivir ahí, con él, en su nueva morada agreste.
Según Nuria, la mujer de Martín, Martín está más preocupado por Georgina que por Juan.
Georgina es una buena mujer, muy dulce, singular, quizás algo aniñada y habla mucho.
Hace unos días Georgina fue a visitarlo y salió llorando porque Juan casi no le dirigió la palabra y se la pasó pintando sin siquiera mirarla. Le dijo a quien quisiera escucharla que Juan estaba muy desmejorado y que prácticamente era imposible comunicarse con él porque se había desquiciado terminalmente.
Todo el asunto derivó en que Carlos, el papá de Georgina, salió disparado a hablar con Juan y volvió desahuciado. Dicen que Juan le dijo a Carlos que, si bien ama a Georgina, no la soporta porque ella requiere una atención excesiva y él, en este momento, está obligado a dedicar su interés a su pintura.
Con Juan el tiempo se mezcla y uno está viviendo algo que ya vivió pero mejorado, es como si siempre se estuviera pintando la misma pintura interminable que se va cargando de nuevos signos por sobre los signos anteriores y entonces el entramado cobra diferentes significados, o significados recrudecidos, y se muta a otras situaciones que son las situaciones anteriores con explicaciones distintas y cada vez más fortalecidas y brillantes, porque Juan es brillante hasta en sus opacidades, sobre todo por como las cuenta.
He pensado mucho en que debería ir a visitar a Juan pero no voy porque, probablemente, tengo miedo de querer quedarme a vivir con él en la pocilga.  
Me soñé caminando por el pasillo que me contaron y subiendo la escalera caracol para encontrarme con un Juan sonriente que navegaba entre el vaho de la pintura y unos whiskys. Me senté a un costado a ver como pintaba una bandera con cielos y espuma y restos humanos, algo de sangre, y un sol con ojos tranquilamente desorbitados, como los de Juan. 
Finalmente, fui a verlo. El pasillo era más largo, más derruido y más selvático de lo que se hubiera podido imaginar.
Me encontré con un Juan loco, como siempre; amable, como siempre… y tan salvajemente vivo como sus banderas dementes. 
Parece que tenía razón él.  

jueves, 8 de mayo de 2014

La mujer maravilla.

Había estado encerrado un par de meses en uno de esos destierros que mí recurrente melancolía me imponía. Era uno de los primeros, después de la muerte por sobredosis de un querido amigo al que le decíamos Pata. Recién empezaba a descubrir, con cierto terror, el mecanismo de horas amargas que sobrevenía a veces.
María era la hermana menor de otro de mis amigos, Lucio. Era bastante más chica que nosotros, así la veíamos, hasta que un día, de repente, de la noche a la mañana, comenzó a acercarse.
María llegó con un peinado rarísimo, un abrigo negro y unas botas rojas. Estaba muy linda, muy maquillada, con esos ojos extraordinarios bien remarcados en los contornos. Se sonreía al verme mirarla sorprendido y me explicó que iba a una fiesta de disfraces por el cumpleaños de una de sus compañeras de trabajo. Se abrió el abrigo y me dejo ver el resto del atuendo.
—Soy la mujer maravilla —dijo, posando con las manos en la cintura y taconeando con una de las botas.
—Eso ya lo sabía, sólo que hoy te pusiste el traje.
María era de una dulzura y una suavidad infinitas. Tenía una sonrisa abierta y blanca, que por momentos se iba levemente hacía un costado, y unos ojos enormes, verdes y hermosos, aunque un poco perdidos y algo tristes siempre; era alta, delgada, se mezclaban en sus detalles delicadas ampulosidades y tenues redondeces exquisitas. Para ese entonces tendría dieciocho o diecinueve pero, si bien su cuerpo era el de una completa mujer, su rostro contrastaba con visos de nena.
Yo era una sombra en ese momento y no lograba explicarme los motivos de su amistosa cercanía; había perdido mucho peso y me sentía indeseable y quebrado. Mis temas eran oscuros y me parecía que muy alejados de los probables intereses de ella.
—Convidáme de lo que estás tomando.
—Vodka.
—Dale.
Le serví en un vaso una cantidad como para mí y me preguntó con mohines de cierta picardía sí estaba planeando emborracharla. Le dije que tomara lo que quisiera que en todo caso yo lo terminaba.
Nos sentamos uno al lado del otro en el sofá grande y charlamos un rato de diferentes cosas. María se interesaba por mí de un modo que yo no creía razonable. Ya les dije, era una sombra, no tenía carnadura.
—Te venís conmigo a la fiesta —me dijo de pronto. —Te pones un traje, corbata, lentes oscuros y sos el novio de la mujer maravilla —concluyó. —Dale vamos —dijo parándose y tomándome de la mano. 
Cuando termine de vestirme bajo estricta supervisión de sus deseos me besó en la boca y me cambió la vida.
Al poco tiempo nos peleamos, cayó en la cuenta de lo poco interesante que es la vida de un adicto. Yo le guardo el afecto que se le guarda a alguien que nos salvó. La última vez que la crucé en la calle le mentí acerca de que estaba escribiendo esto. Hoy me senté a hacer una mínima justicia.