sábado, 1 de noviembre de 2014

La serpiente

—El pasado es una serpiente enorme en ancho y largo, de color parduzco, de dos cabezas horribles y una joroba en el medio, que me persigue arrastrándose a donde quiera que yo vaya, si voy al cine o al teatro o al supermercado, y no tengo ninguna posibilidad de perderla en el camino aunque a veces me parezca que voy a lograr hacerlo… Cuando me doy vuelta está siempre ahí, esperando, acechante, sacándome sus dos lenguas bífidas.

El cielo parece estar explotando en pedazos sobre la calle y Ana lo mira desde la ventana de su refugio. Se ve reflejada tenuemente en el vidrio mojado y se detiene en mirarse fijo a los ojos, mientras inhala el humo de una pitada larga, ligeramente tensa, contenidamente furiosa. Es Buenos Aires, es un tercer piso con una extensa vista a la Avenida San Juan, es el Barrio de Boedo, es una tarde grisácea, plomiza, con olor a tierra y a pólvora, es el principio de una primavera húmeda y asfixiante; los autos se deslizan... Ella está sola en el departamento mínimo de un ambiente que pudo ir armándose con dificultad. Está molesta con la vida que le toca, últimamente, desde hace un tiempo, siente que todo le sale muy mal.
Sería deseable no tener que trabajar tantas horas para mantenerse, mantenerse simplemente a flote, sacando la cabeza sólo lo suficiente para seguir respirando y poco más; algunas brazadas en el sentido de una felicidad que se ensucia rápido, permanentemente. Y ahora peor, porque se enamoró de un tipo que creía especial, maravilloso, un príncipe, que estaba convencida que era el perfecto amor para su vida, y resultó que el príncipe hijo de mil putas escondía un pasado espantoso del que no le había contado ni una miserable palabra.
—Te tengo que decir algo —le dijo su amiga Cecilia, hace dos días, en una tarde tan horrible como esta, en ese mismo lugar, sentadas a la misma mesa redonda, pintada de rojo por sus manos y las de Cecilia, con papeles desparramados, dibujos, libros, un par de ceniceros, un par de platos, un par de tazas de café, un potus que le regalo su mamá en una maceta de plástico terracota—. Es algo desagradable, feo, y la verdad es que no sé, no tengo la menor idea de cómo se supone que tengo que contártelo.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmada. 
—Diego…
—¿Qué pasa con Diego?
—Estuvo preso, un par de años, dos o tres, por el asesinato de una mujer —se detuvo un instante—, que era pareja suya.
—¿Cómo?
—Lo averiguó Raúlo, de casualidad…
Después, Ana casi no escuchó más, sólo palabras aisladas, que todo el asunto salió en los diarios y en televisión, pero, como siempre pasa con las noticias, se esfumó rápido, que fue en un pueblo chico de la Provincia de Córdoba, por Traslasierra, que lo terminaron largando, por una decisión de un tribunal superior, una chicana judicial o algo más o menos así, que la madre de la chica siguió insistiendo, siempre, en que fue él el que la mató.
Ana veía, de pronto, todas las muertes violentas de mujeres que le pasaron cerca y se veía ella, en la posición de aquellas mujeres, muertas por las manos de hombres que ellas habían amado, y el giro desaforado de esas imágenes por su mente se la llevó a un trance del que no pudo salir por un largo rato. Veía a su madre golpeada por su padre, en diferentes noches, de idéntico modo; la acción reiterada del brazo cayendo como un martillo.
Cuando Diego llamó, le dijo que no quería saber nada con él, y no escuchó ninguna de las palabras que Diego balbuceaba.
Esa noche, después de que hablara con Diego, Cecilia y Raúlo vinieron a quedarse con ella para hacerle compañía. Cecilia era más que una amiga, una hermana.
Ana piensa, piensa en segmentos enloquecidos que giran y se mezclan, piensa en Diego, piensa en su papá, siempre furioso, gritando, enojado, un monstruo, su papá siempre fue un monstruo, le había dicho a Diego que su papá fue un monstruo, piensa en que está fumando demasiado, en que no tendría que haber dejado de estudiar el profesorado, piensa en el destino. Siente dolor y lo piensa, amargamente, tercamente.
Diego camina bajo la lluvia empapándose. Diego intenta dejar de pensar. El pensamiento, si no consigue alejarlo, lo lleva a rincones que ya conoce demasiado.
Igual, no logra dejar de preguntarse, ¿cómo hubiese sido de haberle dicho?
El pasado, el repugnante pasado que siente que no va a dejar de condenarlo nunca.
Ya no se atreve ni a decirse a sí mismo que es inocente. “¿Qué importa?”.
Sube la totalidad de la escalera sin dejar que se le cruce otra idea.
Se murió todo. Sólo falta morir él. Y eso es, exactamente, lo que no tenía que pensar. Gira la llave para saltar. No deja nota, nada. Piensa que no tiene más palabras.

Acaso lo más difícil sea reconocer que uno se puede equivocar, y aún más difícil que uno se equivocó, inexorablemente, que se cometió un gran error y que la continuidad será pagarlo. “Mala praxis”, se repetía salvajemente desde que lo notificaron de la demanda en su contra. Se movía nervioso con su ambo de cirujano perfectamente limpio.
—Y este boludo, ¿se quiso matar?
—Sí, doctor. Aparentemente sí. Saltó al vacío desde la terraza de un edificio, pero parece que las copas de unos árboles lo contuvieron y termino cayendo sobre un cantero… Parece que de no mediar ninguna complicación… ¿Y usted cómo anda, doctor?
—Con ganas de hacer la misma boludez que este… No lo voy a tocar mucho a ver sí después me demanda.

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