sábado, 26 de abril de 2014

La grieta.

Reunir palabras en torno a un tema es siempre opinar, buscar sentido, pretender incidir; por extraño que esto pueda parecerme a mí, que elijo inclinarme generalmente por el delirio de las sombras y la abstracción inusitada que de ellas puede desprenderse. Pero claro, hay diferentes maneras de presentar opiniones y con intensidades muy diversas. Debo reconocer que me genera una honda admiración la decisión con la que algunas personas se lanzan a la opinión desembozada, abierta, desenfadada; cabalgan en ella, a la vez que la vuelven su estandarte, y la esgrimen como si se tratara de una espada que termina en una feroz punta afilada que no duda en desgarrar lo que haya que desgarrar y desparramar la sangre necesaria. No tengo esa facilidad, me cuesta, tiendo a caer en un sentimiento de improcedencia. No obstante, a veces, me brota la imperiosa intención y no la resisto. Es este, quizás, seguramente, aunque relativamente también, el caso.

Considero que el área de los sueños, de la ficción auto-representada y cargada de vitalidad que ellos entrañan, es infinitamente mejor que la realidad cruda, la de la cotidiana vigilia en la que se supone, por definición consagrada por la academia, que estamos situados cuando estamos despiertos. —¿Estamos despiertos? Se entiende que sí, que estamos, por lo menos en alguna medida… Tengo infinitas dudas al respecto—. Amo los sueños, fundamentalmente los de la vigilia, los de esa zona mística en la que el deseo profundo se confunde con la habitualidad y da por resultado la alegría posible… Puedo estar bien, de a ratos, ahí…, soñando con que se puede dinamitar este mundo de mierda y hacer uno nuevo…
Bueno, sigamos, si quieren: ¿vivir es andar por esos dos territorios mezclándose? Creo que sí, que no se puede andar de otra manera; que esa vigilia pura, que algunos se esfuerzan en sostener, existe sólo en sus sueños; que no se puede caminar sin soñar con llegar, por fin, a algún sitio; que lo que llamamos amor requiere de una gran dosis de inconsciencia; que en cada acción hay inevitablemente una carga que fluye desde ahí, desde el nebuloso margen de los sueños; que soñar no es estar loco, que a lo mejor estar loco es no soñar; que hasta los especialistas en mercadotecnia sueñan con constancia en sus jornadas realistas, igual que los agentes en las bolsas de valores de las grandes capitales de la máxima rudeza materialista; y hasta, probablemente, pensándolo mejor, me atrevería a decir que esos sujetos vestidos de adláteres del total realismo están entre los humanos con mayores niveles de inconsciencia.            

En el año 2001, mientras todo se iba, o parecía irse, seriamente al carajo, yo me encontraba muy drogado. Me iba considerablemente bien en lo económico, trabajaba en una reconocida empresa, tenía un cargo gerencial, la crisis no me golpeaba, ganaba bastante e invertía en tres o cuatro sustancias que me mantenían entretenido y equilibrado —entre comillas, por supuesto—, pero bueno —algunas personas buscamos en los márgenes de la medicina soluciones a problemas que hemos atacado de diferentes formas, a lo largo de la vida, sin hallar resultados definitivos—. Entonces, sigo: mi encuentro con la realidad de aquellos días se dio en la Avenida Rivadavia, en su intersección con la calle Río de Janeiro. Había ido a un médico, no recuerdo cuál fue la hipótesis con la que me convencieron, el asunto es que al salir de la consulta encontré la Avenida Rivadavia completamente bloqueada por una marcha interminable de gente. Mi auto había quedado de un lado de Rivadavia y yo tenía que dirigirme hacía el otro; todas las personas que consulté me indicaron la imposibilidad de cruzar con mi vehículo en un radio que iba desde la General Paz al bajo, ósea: la columna cortaba, en su increíble extensión, la ciudad integra y se seguía incrementando desde los suburbios. Parece no tener fin, creo que me dijo alguien. Me puse a mirar.
La vista suele ir de adentro hacia afuera y de afuera hacia dentro, un poco como les refería al principio de esto, y entonces mi mirada sobre la incesante marcha de desesperados se centró en los brazos de un tipo, un señor de unos cuarenta años quizás, muy delgado, que llevaba de un lado a un chiquito de cinco o seis o siete, eso aparentaba, más o menos, es difícil precisar la edad de un chico mal alimentado, y del otro un palo de madera, grande, intimidatorio; los ojos perdidos, inyectados en esa combinación de sangre, lagrimas, dolor, bronca, furia dispuesta a todo… Pensé en los brazos de mi viejo. Mi papá salió muy joven de la casa de sus padres y se ganó esos primeros años de vida vareando caballos de carrera; no era demasiado bajo, alrededor de un metro setenta, razón por la cual tenía que permanecer muy delgado para poder trabajar, y esa delgadez, que lo acompaño hasta el final, se potenciaba en sus brazos fuertemente largos, potentes, nudosos, venosos, curtidos al sol del trabajo; como los de aquel hombre que llevaba de la mano un hijo apenas más grande que el mío, en aquel momento. Mi viejo acababa de morir unos meses antes y creo que en honor a él, a la consciencia de clase que me inculcó, a la mirada de mi hijo y a la de aquellos desesperados, me puse a llorar desconsoladamente y juré que algo iba a hacer.
Hice poco, nos acercamos con mi mujer a la asamblea barrial y luego a un centro comunitario; ella fue más generosa que yo con su tiempo; es maestra, aunque no ejercía en ese momento, ayudó en la asistencia a los chicos por más de un año; yo puse el auto un par de veces y acomodé un par de cajas.

Se habla con mucha intensidad de la provocación, en esta última década, de una grieta que divide a los argentinos. ¿Realidad o ficción? ¿Un poco y un poco? ¿No son varias las grietas? ¿No existen grietas acaso desde el momento mismo del comienzo del sueño que quiso hacer de este territorio una nación? ¿Y la grieta impuesta por aquellos que, creyéndose dueños de todo, pretendían que la realidad se amoldara eternamente a sus ensoñados intereses? ¿Se fueron, vendieron su participación accionaria o siguen acá, pretendiendo lo mismo y consiguiendo bastante?
Las innumerables grietas de la república, tan ciega como la justicia, y la calidad institucional distante. La gorda grieta de los que estructuran bien su patrimonio para que se les escape lo menos posible y le venden libros de auto-ayuda a los soñadores de una módica libertad exenta de impuestos. La grieta en los discursos, que pretenden contener a los desposeídos, desde la holgura multimillonaria.

¿Cuántos desesperados hay hoy en Argentina? ¿No será esa la grieta que importa?