sábado, 24 de agosto de 2013

Acerca del escenario.

La vista aérea de una habitación que es un cuadrado perfecto pintado en absoluto negro salvo por una fina línea blanca que la cruza en la exacta mitad. Un hombre joven, delgado, desnudo, se desplaza por sobre la línea como si esta fuera un alambre y él un equilibrista.
En la mente se abren escenarios de una complejidad difícilmente descriptible. Digo escenarios porque de algún modo hay que llamarlos y en principio no encuentro otra palabra que se me antoje más apropiada, podrían ser también paisajes. Entonces: escenarios o paisajes que son, intentando ser preciso, entramados hechos con infinidad de imágenes superpuestas. Imágenes que se transitan de acuerdo a leyes que no son las de la razón, ni de ninguna de sus ramificaciones más específicas como, por dar un ejemplo, la lógica. Yuxtaposiciones de un contenido inabordable por otro medio que no sea la imaginación pura, la que ocurre, con exclusividad, en el teatro situado dentro de las cabezas de las personas. La búsqueda, insensata, de transcripción de esos entramados mentales es frecuentemente acometida a través de que lo que tendemos a denominar como arte; creo que la otra alternativa es la locura, y por supuesto siempre está presente y abierta la posibilidad del desinterés, formula que pareciera ser la más elegida y es además la permanente tentación de gente en proceso de enloquecimiento y de artistas, que son en definitiva la misma cosa, porque la pretensión de representar lo irrepresentable termina inevitablemente en el camino que conduce a la locura, o en algo, que de tan parecido, no tiene para sí una definición más propia. Lo que pasa es que siempre es preferible enloquecer por buscar algo que hacerlo por haberlo decidido perdido. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Notas de traducción: un accidente menor.

Un accidente muy menor, casi insignificante contrastándolo contra lo que nos toca ver todo el tiempo por acá en nuestra enfurecida ciudad: un motociclista, que aparentemente habiendo sido tocado en la rueda trasera por un taxi, perdió la estabilidad. No alcanzo a caerse, pero su pierna derecha sufrió las consecuencias de mantener el equilibrio de la moto. Un fuerte golpe. Según lo que le pude escuchar decir le dolía bastante, sobre todo a la altura de la rodilla, tenía temor de haberse roto algo, algún ligamento por ejemplo. Por suerte venía por la derecha, en la mano pegada a la línea de estacionamiento, y en esa cuadra no se encontraba ningún auto estacionado, a pesar de que todavía era relativamente temprano y no regía la prohibición de hacerlo. Pudo contener la moto y dominarla justo antes de golpear contra el cordón. El taxista no se detuvo y no había nadie que hubiese visto nada. Dos móviles de policía, con las estridentes luces color turquesa encendidas, detenidos al costado de la avenida; uno de culata contra el cordón, antes de la moto, y el otro en paralelo, después. El chico que conducía la moto, de unos veinte años, estatura media, morocho, delgado, mantenía su pierna derecha encogida y le explicaba a los policías lo sucedido. Hablaba con total corrección. De pronto me llamó la atención el tono utilizado por uno en particular de los agentes del supuesto orden, un tipo de estatura baja, pelirrojo, alrededor de veinte, quizás veinticinco años, y con un permanente gesto prepotente. Primero, le pidió los papeles -registro, seguro, cédula verde- en términos más que imperativos; luego, le recrimino que llevara el casco en el brazo. Me lo saqué ahora, le respondió tajantemente el motociclista, que a esa altura había empezado a molestarse con la actitud del joven oficial de policía extraído de la peor parte de nosotros mismos. Muy atinadamente una señora rubia, alta, elegantemente vestida, bastante bonita, de alrededor de cincuenta, preguntó si se había llamado a emergencias médicas para que le dieran asistencia al chico, uno de los otros policías contestó que sí que ya había llamado. El animalito altanero vestido de azul parecía decidido a seguir incomodando al herido; hasta que un señor gordo, alto, de unos sesenta años se cruzó entre ambos, y disponiéndose a poner verdadero orden: hizo que el herido se sentara en el cordón, que los policías subieran la moto a la vereda, le comentó al motociclista que el negocio de repuestos del automotor, a apenas unos metros, era de él, y que él se iba a ocupar personalmente de cuidar la moto; que seguramente, cuando llegara la ambulancia, lo iban a llevar al hospital para hacerle unas placas radiográficas, que probablemente no tuviera más que él golpe, que se quedara tranquilo. Le repitió que él le cuidaba la moto. Cuando llegaron los de la ambulancia, y tal lo previsto, se llevaron al pibe al hospital a hacerle unas placas, el gordo lo despidió con una palmada cariñosa en la mejilla y volvió a insistir con que se quedara absolutamente tranquilo que él le cuidaba la moto, que no se hiciera el más mínimo problema; después les soltó a los canas que fueran a ver si podían enganchar a algún delincuente, y enfiló a paso saltarín para su negocio. No pude vencer la tentación de seguir al gordo, y al estar ya en su negocio, estrecharlo en un fuerte abrazo y darle mis emocionadas gracias y un beso, en nombre de mi decreciente fe en la humanidad, ahora un poco fortalecida a consecuencia de su actuar.

viernes, 2 de agosto de 2013

Líneas sucias.

No tengo olfato, lo fui dejando en el camino de fumar tres paquetes de cigarrillos, que últimamente se hicieron cinco, estos días; pero creo que me imagino olores, olores que siempre tienen que ver con ella. Pasé por la cocina y me cruzó una ráfaga de perfume de mandarinas, y me vi con ella, sentada de piernas cruzadas sobre la mesada esperando pacientemente que le alcanzara uno a uno los gajos que le iba pelando de hasta el más insignificante resabio de hollejo, porque a ella no le gustaba hacerlo, porque decía que el olor se le quedaba pegado en las manos y no podía sacárselo con nada, pero le encantaban las mandarinas, libres de hollejo. Y yo era feliz haciéndola feliz, y dándole los mínimos gestos de afecto que ella me dejaba darle... porque ya no era chiquita, porque iba siendo grande.    
Estoy diciéndome, exactamente, lo que no me tendría que decir, lo que no puedo decirme, de ninguna manera; porque las palabras que surgen en mi mente me llevan a un encierro del que me va a resultar imposible salir, y sí algo no es aceptable en este momento, es encerrarme; no me lo puedo permitir, pero no logro evitarlo. Veo, en cada reflejo del laberinto de espejos que me rodea, su carita. No hay un calmante que consiga hacer algo al respecto. Al contrario.
Nada de eso, ni de esto, ni de aquello, ni de lo otro en ciernes, ni de lo que supuestamente vendría de más allá, de lo lejanamente innombrable, o de acá al lado, a milímetros de distancia de mi nariz conmocionada, ni de absolutamente nada: son sombras, y ninguna otra puta cosa, sombras que envuelven otras sombras más emputecidas todavía, y así sucesivamente al infinito; cajas chinas... A veces inflamadas, verborrágicas, incandescentes, cargadas de una imitación perfecta; pero sombras, siempre. Tienen el mismo sentido oscuro que parece guiar a tantas otras vertientes de falsedad en las que solemos creer... Como creemos en el amor, o en el aire, o en la tierra, o en todo aquello que parezca relativamente posible. Yo necesito creer en que voy a volver a verte, que ésta vida de mierda me va a dejar ver de nuevo tus ojitos brillantes. Necesito creer que tus ojos siguen siendo brillantes, que ninguna de las miserias que imagino puede haberlos opacado. Aunque lo que necesito o dejo de necesitar vale bien poco. 
Me lleva la dirección oscilante de un delirio; me lleva de paseo forzado por la naturaleza de la constante imperfección, que en su repetición de lo idéntico, simula el equilibrio de un sistema; y la reivindicación rígida de todas y cada una de las imperfecciones y de sus probables ramificaciones interminables. La reiteración del hartazgo y el hartazgo de la reiteración. Y esa representación circular del vértigo que provoca la presencia total del abismo... Círculos concéntricos de desesperanza aplastándole la cabeza a lo que aparece como una posibilidad... de algo; como a mí, acá, ahora, que ya no tengo la menor idea de quién soy, y lo único que tengo por horizonte es tu cara. No estoy hablando de tristeza, ni de desesperación, todo eso ya lo perdí hace tiempo.