viernes, 28 de julio de 2017

María

María había pasado caminando por ese mismo lugar, hacía un tiempo, unos años. Pasó caminando con rapidez. Tenía puesto un vestido corto, violeta, brillante, el pelo largo, rubio, zapatos con mucho taco, los ojos muy pintados y la boca también. Era hermosa.
Después, un tiempo, unos años después, pasó caminando rápido pero no tanto, por ese mismo lugar. Llevaba un vestido con flores impresas, un poco más largo, unas sandalias, no con tanto taco, pintada levemente. Era muy hermosa.
Luego, pasados unos años, pasó llorando.
Unos meses después, pasó con unos grandes paquetes abrazados, le costaba caminar, se había lastimado un pie con algo.
Ayer pasó lentamente.
Fumaba un cigarrillo largo y delgado.
Los ojos partidos.
Hablaba sola.
Se parecía a su madre. 
A veces la vida se detiene en un cuadro, un buen rato. La mayor parte del tiempo es furiosa.

sábado, 22 de julio de 2017

Esperar

El hombre viejo se levantó con dificultad y le dijo nervioso a la mujer vieja a su lado que ya no quería seguir esperando.
—Un rato más, viejo —dijo la mujer, envuelta en una calma que contrastaba con los ademanes del hombre.
—¿Para qué? No tiene ningún sentido esperar. Esta gente se burla de nosotros. Vamos, te lo pido por favor.
—Esperemos un poco, si no nos atienden en diez minutos, nos vamos, te lo prometo. No tenemos nada para hacer y vamos a ir a casa y nos vamos a quedar mirando la pared como dos idiotas; podemos esperar.
—Yo no quiero esperar ni un minuto más, me quiero ir ahora. Por favor —dijo el viejo, en un sutil bramido mínimo, casi lloroso, volviendo sin embargo a sentarse.
Una mujer joven, atrás, los miraba divertida.
Pobres viejos, parecía pensar una mujer de edad mediana en el asiento del otro lado de la señora vieja. Los miraba de reojo. Se detenía en las manos rugosas de la mujer anciana. Las uñas prolijas y pintadas brillantes, los anillos coloridos y tumultuosos, la cartera verde, sobre la falda, debajo de las manos.
El hombre viejo mantenía la vista firme hacía el panel de la recepción y se golpeaba la nalga rítmicamente con el puño derecho. Uno cada cuatro golpes se acentuaba.
—Siempre lo mismo.
—¿Siempre lo mismo, qué?
—Siempre la misma payasada.
—Tené paciencia.
—No puedo.
La mujer joven, atrás, sonreía.
La mujer de edad mediana, en el asiento del otro lado, los miraba de reojo.
El resto de la gente de la sala miraba en dirección a la pantalla sin sonido reproduciendo un comercial eterno cargado de sol y alegría.
—Podemos ir a casa y ver algo en la televisión, alguna estupidez...
—Nunca hay nada bueno.
—Claro, porque acá es buenísimo todo.
—Tenemos que esperar un poco más y nos van a atender.
—¿Y qué nos van a decir?
—Nos van a decir lo que nos tengan que decir.
—No se puede creer, parece que te gusta que se burlen, que te tomen el pelo. 
El viejo tiró la cabeza un poco hacia atrás, cerró los ojos y se quedó unos instantes quieto, como si durmiera. Luego volvió a su rutina de mirar fijo a la recepción y marcar el ritmo; ahora, con el pie derecho, ágilmente; acentuaba, como antes, uno de cada cuatro golpes.
—¿La semana pasada vinimos acá? —arremetió el viejo.
—Sí.
—¿La anterior?
—También —susurro la señora, demostrando, quizás, un principio de cansancio.
—Siempre venimos.
—Siempre.
—Todo el tiempo.
—Todo el tiempo.
La mujer de edad mediana al lado de la vieja se revolvió en su asiento.
—No llaman a nadie desde hace un buen rato —dijo.
—No —respondió la anciana, sin mirarla.
—Están probando, quieren ver cuánto más aguantamos —dijo el señor y se paró torpemente.
—Sentáte, por favor.
—Sí —dijo el viejo y se sentó.
Los ojos verde claro de la señora anciana se dirigían con serena tozudez hacía la recepción. La señorita a cargo disponía de voces y gestos suaves y amables. Algunas personas se acercaban a consultarla acerca de la demora y ella se explayaba con una constancia precisa de sonrisas y ademanes tranquilizadores. Pero no llamaban a nadie para ser atendido desde hacía varios minutos.
—El tiempo es oro —dijo el viejo.
—Por favor —respondió la anciana.
—Ya falta menos —dijo la mujer de edad mediana.
La chica, atrás, sonreía.
—El tiempo es oro —repitió el viejo.

viernes, 23 de junio de 2017

Alrededor de Cristina


Cristina Elisabet Fernández de Kirchner es una mujer de alrededor de un metro sesenta de estatura, de alrededor de sesenta años, de alrededor de sesenta kilogramos de peso; podría perfectamente decirse que es una mujer por completo común, normal, ajustada, estándar, una morocha típica de este lado del mundo, nacida en un barrio humilde de La Plata, hija de trabajadores, una corriente señora de pelo y ojos brillantes y oscuros y boca filosa; una que le dedicó gran parte de su vida a la política, ese terreno fangoso en el que se dirime, siempre, la suerte de los pueblos.
Otra, como tantas mujeres argentinas, por lo general de clase obrera aunque no exclusivamente, que se acercaron, se acercan y se acercarán a ese algo, esa expresión política compleja, de difícil definición, discutida hasta con violencia, que tiende a ser denominada peronismo o justicialismo y, claro, por supuesto, en los últimos años, kirchnerismo, porque es sin duda significativo el tamaño de la marca configurada por Cristina y su marido, Néstor Carlos Kirchner, a través de las tres presidencias consecutivas que protagonizaron, en el movimiento político al que se unieron en su juventud.
La República Argentina es un territorio extenso, sumamente, con la titularidad de la tierra y lo que ella depara en pocas manos. Mil familias, se dice, como un modo de representarlo. Una oligarquía que ha sabido defender, a través del tiempo, con las armas que le fueron necesarias en cada uno de los momentos históricos, su posición en una sociedad signada por una falta de equidad constitutiva.
Y, acá, en este terreno fantástico, en Argentina, que más allá de las particularidades no se diferencia en mucho de los otros terrenos fantásticos del mundo, los intereses de una minoría acomodada pugnan, se imponen, se implantan, con su usual prepotencia y capacidad coercitiva, por sobre los más democráticos intereses del grueso de las poblaciones.
Y, entonces, de pronto, en medio de un vendaval de libertad de mercado, viene Cristina; para profunda repugnancia de muchos y algarabía de otros tantos.
Algunos dirigentes de su propio espacio la discuten. ¿Qué discuten? Es soberbia, no acepta ningún tipo de disenso, dicen. Requiere obediencia absoluta. No dejó que creciera nada a su lado. 
Su liderazgo y la representatividad que ejerce para una importante parte de la ciudadanía argentina sólo se pueden discutir desde la ceguera que suele acompañar al odio. Odio que acompaña con constancia al Peronismo desde los inicios de su conformación disruptiva del orden imperante. “El hecho maldito del país burgués” o “el hecho maldito de la política argentina”, según John William Cooke.
A Cristina le tiran con exactamente las mismas descalificaciones y agravios con los que se viene apedreando al peronismo desde entonces.
Que no se pueda discutir a Cristina, su representatividad, su liderazgo, el lugar inobjetable que ya ocupa en la historia, no significa en modo alguno que no se deba discutir con Cristina. Así como Cooke discutía con Perón, uno de los pocos sino el único que lo hacía realmente, si puede valer el ejemplo.
Tiendo a creer que lo que más molesta de Cristina, paradojalmente, es que sea tan como nosotros mismos.
Ahora, Argentina, en el marco de su limitada democracia burguesa, plebiscita, fundamentalmente entre dos modelos: el del orden liberal, tradicionalmente usado como estandarte para la defensa de los intereses de los que no quieren que se modifique ni una línea del estado de cosas y el otro, el desorganizado, el maldito, el loco, el nuestro, el de Cristina, el del antagonismo irreductible que puede confundirse con soberbia o incluso con peores cosas, el de las notas agónicas de Eva, el que demostró más de una vez, por desgracia, que hasta puede dar la vida en la pelea. 
Probablemente, seguramente, Cristina sea mucho más que Cristina.