viernes, 24 de octubre de 2014

Tinelli es cultura


Es un hecho innegable que el lenguaje se puede prestar frecuentemente a equívocos; las palabras suelen encerrar más de un significado y hasta a veces estos pueden aparecer como contradictorios. Esa suma de aspectos prácticamente indefinibles, por la vastedad, que es la cultura de una población, le otorga a un vocablo, en numerosas oportunidades, varios sentidos.
Si nos centramos en la palabra cultura, vamos a encontrar para ella infinidad de definiciones, y es seguramente la vastedad que entreveíamos lo que dificulta su conceptualización. Cada una de las ramas en las que se ha ido dividiendo el pensamiento humano guarda más de una interpretación del fenómeno “cultura” y es por el camino de esta vastedad, innegable, insoslayable, que podríamos llegar a concluir que cultura es todo… Y, como parece ser que de algún extraño modo los extremos siempre tienden a juntarse, podría ser que también sea nada. Quizás, entonces, por esta vía, probablemente, podría llegar a interpretarse que cultura es todo y nada.

¿Alguien en su sano juicio puede llegar a decir que Marcelo Hugo “El Cabezón” Tinelli no es una personalidad destacada de nuestra querida cultura nacional y popular? ¿Maradona no es una personalidad destacada de ella? ¿Susana Giménez? ¿Pocho La Pantera?
Claro que también Borges, Roberto Arlt, Cortázar, Favaloro, Milstein, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi, Troilo, Spinetta, Juan Román Riquelme, ¡Astor Piazzolla (me sentí tentado a poner en este entre paréntesis -en virtud del entusiasmo que me genera la increíble música de este enorme compositor- una pseudo rima que terminaba con lora, para imponer énfasis, pero al final me decidí por no incluirla para no aparecer como chabacano e inculto)! Rial, Polino, Ventura, Chiche Soñora, Andrea del Boca, Enrique Hravina… Y aunque cueste decirlo el propio o impropio Domingo Felipe Cavallo… Y Piñón Fijo…

Marcelo Hugo Tinelli nació en la ciudad Bonaerense de San Carlos de Bolívar, el primer día del mes de abril de 1960. Es un presentador, empresario, periodista deportivo, dirigente deportivo y productor argentino… No tiene demasiado sentido profundizar en su biografía, está en Wikipedia y en otras decenas de lugares virtuales y físicos, y además sabemos perfectamente quién es, qué hizo y qué hace.

La cultura contemporánea, a nivel global, está fuertemente atravesada por la televisión; hasta el punto que muchos pensadores de estos días, creo yo que acertadamente, dibujan el plano de una cultura televisiva que parece absorberlo todo; lo que no sucede en televisión es probable que no consiga el estatus de suceso, si no es televisado da la impresión de no existir, así acontecimientos, personas, productos...

Marcelo Tinelli es el dueño absoluto, el titular indiscutible, de un espacio televisivo sumamente significativo para nuestra cultura por estos días. Lleva adelante en el momento de mayor encendido, por el canal de aire con más audiencia, por alrededor de dos horas, cuatro días a la semana, un programa de televisión, un espectáculo, un show… que puede merecer y ha merecido diferentes calificativos por parte de especialistas, semi especialistas, des especialistas y sujetos de variados órdenes y desordenes… Además su temática es revisitada por una gruesa horda de otros programas que lo parasitan…
¿No sé si se ha desarrollado una crítica cultural esmerada hacia el programa de Tinelli y hacia la televisión argentina en general? No la conozco. No ha sido debidamente televisada. ¿Hay una crítica cultural con algún peso, hoy, en Argentina? Y ahí está, seguramente, la cuestión… No tenemos demasiado espíritu crítico, pareciera… En ningún ámbito, creo.
En mí caso particular, no encuentro la disposición necesaria para realizar esa tarea concienzudamente, nadie me ofrece ni una miserable paga por ella y en consecuencia me canso nada más que por pensarlo, no es mi tema, no quiero, no me inspiro… Después de todo no es otra cosa más que un programa de televisión que no se desprende de la mediocridad generalizada en ese medio, que podría no estar tan mal sí de vez en cuando llevaran a alguien interesante con algo para decir diferente de las habituales bromas y balbuceos, sí llevaran a alguno de los músicos excelentes que hay en este país a tocar en vivo, sí en lugar de tanta fauna decadente hubiera algo nuevo… Por otra parte, la danza —eje fundamental de los últimos ciclos del programa, supuestamente— ha deparado sorpresas valiosas: Mora Godoy bailando Tango, por ejemplo. 
A mi hija menor, de once años, le gusta, le encanta el programa de Tinelli; a mí me enferma un poco que así sea.

jueves, 23 de octubre de 2014

Cómo son a veces las cosas

Mi amigo, El Sordo Ruiz, me había citado para esa hora en aquella esquina, y cuando estoy llegando, lo veo entrar en un negocio lujoso, que parecía ser de decoración o algo así, aunque pretendía ser una galería de arte, y lo sigo, y cuando estoy adentro escuchó que le decía a una chica delgadita, muy linda, de unos veinticinco años, más o menos, morocha, preciosa, que a él le chupaban un huevo el mercado y sus tendencias y esas estupideces, que él pintaba lo que le iban dictando las bolas y que defecaba en las opiniones de todos esos infradotados que se creían los dueños del destino del arte y eran unos terribles pelotudos inservibles.
—Además, te digo una cosa —siguió expresando El Sordo, ensimismado—, decíle a María que no me mande más al gordo marica ese, con los ojitos pintados, amiguito de ella, que se las sabe todas y una vuelta más, porque se lo devuelvo desmembrado en una bolsa.
Recién en ese momento me ve y me saluda con una palmada en la espalda.
La chica lo miraba espantada. Es que El Sordo grita siempre como un loco porque es sordo, y cuando está sacado encima mueve los brazos como si fueran las aspas de una hélice, y además es muy grandote y pone unas caras feísimas. Pero es un tipo muy bueno, terriblemente.
—Y decíle que no te haga llamarme más y que no se le ocurra mandarme a nadie; decíle que en diez días traigo todo y que no rompa—. Después se le acercó, le tomó dulcemente la mano y le dio un beso en la mejilla. La pobre nenita temblaba, me dio muchísima pena. ¡Es un caramelo! ¡Tremenda pendeja!
—Ahora vamos, Gitano, vamos a comer algo que tengo mucho hambre —me dijo, y salimos.
En la calle ya estaba tranquilo, sonreía con esa sonrisa suya recostada sobre la izquierda y caminaba saltando.
—La galería esta es un despelote de lujo, impresionante —le comenté.
—La misma mierda que todas —me respondió, tajante.
Fuimos a comer a un bodegón a un par de cuadras, a mitad de camino de su taller. Un lugar que se ve que frecuentaba porque lo saludaba con afecto todo el mundo. Comimos un abadejo con salsa del infierno y papas españolas, y nos tomamos una botella de un whisky, supuestamente escoces, medio espantoso tirando a bastante, que era el único que tenían, según ellos, razonable.
La cuestión fundamental del Sordo por esos días pasaba por la moto que se estaba armando, pero tenía que entregar las “putas pinturas” y eso le estaba empezando a preocupar.
—No tengo ganas de pintar un carajo —me confesó con el último trago de whisky.
Cuando llegamos al taller nos pusimos a trabajar en la moto, que era para lo que me había llamado, para que lo ayudara a poner el motor y terminar de armarla.
—¿Por qué no pintas la moto, Sordo? —se me ocurrió decirle en ese momento.
—Tenés razón, Gitano querido, la puta madre de dios, ¡qué buena idea! ¡Excelente! Pinto pedazos de vistas de la moto en unos cuantos lienzos y les llevamos la moto terminada y la ponemos en la mitad de la sala y que me chupen el culo en hilera. 
Hizo eso, exactamente, y fue un éxito de público y crítica. De verdad te digo; hasta le gustó al gordito antipático, oledor de mierda, amigo de María, la dueña de la galería, que se notaba bien claro que lo odiaba al Sordo. Cómo son a veces las cosas. ¡Qué lo parió! ¿Vos sabés que El Sordo se terminó poniendo de novio con la chiquita de la galería, la secretaria? Un poema. Me dijo que me va a presentar a la hermana.               

Una pena que se fuera

El ámbito educativo no logra excluirse de la maliciosa realidad que nos aqueja. Uno tiende a ver a la juventud como un tesoro pero la verdad es que son más o menos la misma cagada que el resto de la humanidad, salvo raras excepciones.

La Profesora Alcira Noemí Barrientos tenía una voz compleja, suntuosa, excelsa, equilibrada, profunda, luminosa, cargada de matices etéreos a la vez que de extraordinaria potencia; una de esas voces que hacen que las personas auditivamente sensibles, como podría ser yo en este caso sí corresponde decirlo, nos quedemos en absoluto silencio, atrapados por las insólitas, sutiles y exóticas modulaciones de las que son siempre capaces estas personas tan especiales. Además, sus palabras resonaban muy lúcidas; las escogía con un cuidado que se demoraba en sus perturbadores labios y después las largaba aladas con una convicción infrecuente para el ámbito lúgubre en el que estábamos inmersos.

Llegó apenas pasada la mitad del año, cuando se confirmó que el Profesor López, desgraciadamente, no iba a poder seguir adelante con su curso; estaba muy enfermo, se fue haciendo cada vez más notorio, la palidez, y ese tono amarillento (cadavérico) que iba tomando con el correr de los días. El estimado Profesor, Doctor Edelmiro “El Conejo” Raúl López Coronilla no era demasiado bueno en la materia, más bien era tirando a malo, pero era sumamente agradable en el trato, un verdadero señor con todas las letras necesarias y algunas más que le sobraban por si hicieran falta; a todos les provocó una enorme pena su situación de salud, de falta de ella, incluida la increíble señorita Barrientos, que lo primero que hizo cuando llegó fue dar un discurso que bien podría definirse como reivindicatorio de los mediocres planteos de López para la consideración del programa en cuestión y además expresó, sentidamente, que estaba segura de que el querido Profesor se recuperaría pronto y volvería para tomar el cargo que era suyo y de nadie más, indubitablemente.
Estaba todo el mundo detenido en un escarpado silencio cuando Alfredo, el secretario administrativo, con su voz de silbato ahogado en whisky, les había comentado en la puerta que El Conejo López no podría ya seguir con las clases, que venía una tal Barrientos a remplazarlo hoy mismo. Y entonces, apareció ella caminando lentamente cimbreante por el pasillo abovedado. Olía fantástico. Un perfume dulce y penetrante.
Entró, hizo un gesto con la mano para que se sentaran, dejó el bolso sobre la silla y apoyada en el escritorio dijo sus primeras palabras para el auditorio expectante.
—Creo que ya todos saben que el Doctor López va a necesitar un tiempo para recuperarse de una afección. Esta es, sin duda, su cátedra y él ha dejado muy claros los lineamientos desde los que vamos a seguir, sin apartarnos…
Aquel primer día, ella vino vestida de manera esmerada y siguiendo el estilo que se suele indicar como conveniente para su rol en una casa de estudios de la categoría de la nuestra. Tenía un buen cuerpo. Un inocultable buen cuerpo. ¡Impresionante cuerpo! Se había puesto una camisa holgada y oscura que trasladaba la atención a lo que cubría su pollera larga y clara, y a lo que, a su vez, se podía intuir de sus estilizadas piernas morenas.
El más evidentemente entusiasmado con las formas físicas de la Profesora era El Chino Elvio Suarez, un tipo extremadamente tranquilo, de limitadas palabras al aire, que nunca había hecho hasta el momento comentarios de esa índole en ningún caso, pero que no evitó, para la oportunidad, mostrarse claramente conmocionado por la armónica rotundez conteniente de circularidades inconcebibles de la hermosísima Profesora Alcira Barrientos.
—Está tremendamente buena —le dijo Suarez a El Polaco Mondicconi, que asintió sin visos de entusiasmo, según su arraigada costumbre de economía gestual exacerbada.
Las mujeres del curso fueron inmediatamente muy críticas de la nueva Profesora, en casi todos sus aspectos, centrándose fundamentalmente en la indumentaria, maquillaje, disposición corporal… Salvo Loana Bohn, a la que le solía caer bien la totalidad de la gente hasta que demostraran fehacientemente y en más de dos o tres o cuatro oportunidades claras, por lo menos, como mínimo, que no eran del todo merecedoras de su amplia simpatía casi irrestricta, que siempre, aún después de decidir un cambio al respecto, no se cortaba nunca totalmente porque “la gente merece una segunda oportunidad y hasta a veces una tercera o una cuarta”.

La verdad es que el núcleo duro de oposición a la Profesora se basaba más que nada en el racismo, así lo pensaba Loana y así se lo comentó a Suarez, que coincidió completamente; aunque entre las mujeres se sumaba a este punto el hecho de que fuera tan extraordinariamente atractiva, sumó Suarez y Loana coincidió de inmediato. 
Suarez amaba calladamente a Loana Bohn desde que se cruzaron hacía unos meses, y Loana le dispensaba un fraternal afecto que a veces Suarez no lograba no demostrar que lo martirizaba en profundidad.
En ese instante, Suarez pensó que de alguna manera Alcira era el total extremo contrario de Loana pero que sin embargo algo inexplicable las unía. “En el plano intelectual”, pensó… Pero no estaba seguro de que así fuera, y después de pensarlo un rato, concluyó que probablemente las emparentara algo menos discernible, “algo metafísico”. “Las dos están buenísimas”, se confesó minutos más tarde.

En la segunda clase de la Profesora Barrientos se comenzó a hacer innegable el conflicto: llegó con su cabello ensortijado completamente abierto y con un vestido azul que dejaba vislumbrar la inmensidad de sus categóricos detalles.
—Esta negra, ¿qué carajo se cree? —fue la voz coral que disparó su salida esa tarde y que la siguió acompañando durante su corta estadía en los claustros abúlicos de nuestro amado establecimiento en franca decadencia.
Sólo nos apenó la circunstancia a nosotros: a Loana, El Chino, se podría decir que al Polaco, pese a su apatía, y a mí. El resto de los boludos se dejaron llevar de las narices.

jueves, 9 de octubre de 2014

Mínima pieza de teatro innecesario

Estaba contenta porque había hecho confeccionar unas cortinas nuevas, medio anaranjadas, y las había colgado. Después de colgarlas lavó una manzana y se la comió mirándolas. Y cuando él llegó lo saludó, le dio un beso ruidoso, y lo miraba sonriente, sin decirle nada del cambio, porque esperaba que se diera cuenta sin necesidad de hacérselo notar.

—No estoy dando rodeos de ningún tipo, no quiero complicar las cosas; no te quiero decir nada extraño ni difícil de decir, quiero decirte lo que voy pensando, con la dificultad con la que lo voy pensando, qué es mucha, de verdad; y no sé sí es extraño o no es extraño pero es lo que voy pensando y te lo explico de la manera que puedo, porque lo que se ve a simple vista no merece mayores discusiones pero el problema es lo otro —dijo tratando de encontrarle los ojos, y después se quedó un rato más buscándolos en silencio.
Debajo de cada uno de los suyos había un corte oscuro que se iba profundizando, y por encima la mirada afiebrada; y se oía, muy despacio, la voz ronca saliendo con dificultad de la boca que apenas se movía.
Ella mirando al piso.
—Estoy cansada —dijo.
—Bueno —emitió él, resignado.

—Vamos a caminar un poco; salgamos, dale —dijo alguien, que no era ninguno de los dos y que no estaba presente, ahí, en ese momento.