Siempre,
invariablemente, empiezo por la necesidad de reiterarme en la convicción de que
cualquier intento de explicación, de descripción, de análisis que abordemos va
a terminar siendo inacabado, somero, escueto… y parcial, sumamente parcial, en
toda la extensión del término. De manera inevitable, en cualquier construcción
que hagamos, que intentemos, se dejaran piezas en el margen del tablero por más
esfuerzo que se realice en sumarlas. Lo que llamamos realidad es de una
complejidad tan inabordable que, aunque la voluntad nos haga seguir buscando
con ese ahínco propio de ella, la completitud anhelada no llegará, nunca.
Igual, vale, por supuesto, el empeño de ir por la mayor visión posible de las
cosas, de los distintos ángulos y perspectivas, de los determinados matices y
anchos y altos y geografías y circunstancias y entrañas y perfumes… de los aparentes
hechos, o lo que sea, que se pretenda transmitir… Y quizás, seguramente, en la palabra transmitir, en el fantástico concepto que transmitir implica, haya una
clave superior incluso a los sucesos que pueden haber motivado, en principio,
el intento. Ahí está, desde el lejano inicio de la razón, esa lucha incruenta, eterna
y proverbial entre historia y poesía; lucha en la cual, en honor a la
parcialidad, que es la verdad en definitiva posible, ¿si tiene que prevalecer
alguna de las dos?, creo que debe ser la poesía la que lo haga. Lo creo
fervientemente, con la locura que suele inducir el fanatismo. Se puede vivir
sin historia pero no sin poesía. Por lo menos para mí, sería completamente imposible…
La bandera más valiosa de la humanidad es la puta poesía… Es probable que se le
pueda equiparar ese muy antiguo deseo de justicia basada en el respeto de las
personas por las personas… Pero, ¿qué es esa utopía maravillosa sino puta y
autentica poesía?
Imaginemos,
por ejemplo, ¿si quieren?, a un hombre que habiendo sufrido un golpe tremendo en
su cabeza, una muy fuerte conmoción cerebral, se queda, de pronto, sin esa
parte de la memoria que es la consciencia de la particular historia y, entonces,
no recuerda su nombre ni quienes fueron sus padres ni quiénes son sus hijos, que
lo miran extrañados, ni su esposa o novia o lo qué fuera qué sea la mujer que
le habla con ternura dedicada para que recuerde…, ni sus amigos ni su país ni
su religión ni a qué demonios se dedicaba ni qué le gustaba hacer en los ratos
libres cuando no estaba obligado a trabajar; va a tener que vivir en absoluta poesía
hasta ir recuperando su historia; si es que lo hace, en una de esas, prefiere
seguir sintonizado en estricta puta poesía. Me pasó en un par de oportunidades
y dudé acerca de lo conveniente. Pero terminé por recuperar, por suerte, mis
recuerdos perdidos. Es deseable vivir con poesía y con historia. La historia es
un alimento para la poesía.
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