Gisela
camina fumando por la vereda de enfrente del local la parte final de un
cigarrillo, aletargada. Su cabeza oscila. Se aparta el pelo de los ojos entrecerrados
descargando con precisión una columna de aire con humo. Omar se acerca y la abraza.
Ella se entrega al abrazo y pone su cara completa sobre el hombro de Omar, que
la mantiene fuertemente apretada; cierra sus brazos en un círculo segundo a
segundo más estrecho alrededor de la delgadez extrema de Gisela, delgadez
profundizada por estos días; fueron días difíciles, sin duda, se puede notar, está
desmejorada; sentía que su padre era lo último que le quedaba en este mundo;
perderlo en el transcurso de unas pocas semanas indigeribles la había
desbastado. Llora, tímidamente, tenuemente, no puede de otro modo, en
apariencia; no aprendió, quizás, o está cansada de llorar; seguramente está
cansada.
Omar
se enteró cuando llegó, apenas se sentó a su escritorio, revisando los correos
del tiempo que estuvo de licencia, fue lo primero que hizo; había esperado toda
la mañana cruzársela.
Está
excitado. Se avergüenza pero no consigue evitarlo. Se aparta unos centímetros
para que ella no lo note pero ella parece no dejarlo. Le acaricia con suave
lentitud la mejilla con la mano derecha mientras el brazo izquierdo la sigue
estrechando, la mira a los ojos; le dice que no sabe qué decirle, que no
encuentra las palabras adecuadas, que probablemente no las haya. Ella sonríe.
Ella piensa que le hace muy bien quedarse entre sus brazos. Él piensa que no
quiere dejar de abrazarla.
Ella
sabe que se siente hondamente huérfana y que busca con desesperación los brazos
imposibles de su papá. Él sabe que ya nada va a ser igual, que es así, que se
disparó el mecanismo; la vida funciona de ese modo.
—Te
buscaste el peor remedio —le dice Victoria a Gisela, al instante de entrar.
Gisela
no contesta nada, la mira. La encuentra lejana. Victoria se ha ido quedando
seca, de desesperanza, en una de esas de hastió, de dar vueltas y vueltas alrededor
de los mismos ideales de perfección inalcanzable que se apoderaron de ella
cuando era una nena y no la dejaron, nunca. Seca de no querer equivocarse, de
no pisar por fuera, de que nada se vaya a escapar, de no perder las formas… Yo
no tengo ningún miedo de equivocarme, me voy a equivocar todo lo que sea
necesario, piensa Gisela, sonriendo, placida, viendo la cara amplia de su
papá repitiendo que vivir es equivocarse, que la vida funciona de ese modo...
Ensayo y error… Muchos errores y de vez en cuando, de pronto, la suerte de algún
acierto. ¿Quién sabe?