El
hombre viejo se levantó con dificultad y le dijo nervioso a la mujer vieja a su
lado que ya no quería seguir esperando.
—Un
rato más, viejo —dijo la mujer, envuelta en una calma que contrastaba con los
ademanes del hombre.
—¿Para
qué? No tiene ningún sentido esperar. Esta gente se burla de nosotros.
Vamos, te lo pido por favor.
—Esperemos
un poco, si no nos atienden en diez minutos, nos vamos, te lo prometo. No
tenemos nada para hacer y vamos a ir a casa y nos vamos a quedar mirando la
pared como dos idiotas; podemos esperar.
—Yo
no quiero esperar ni un minuto más, me quiero ir ahora. Por favor —dijo el
viejo, en un sutil bramido mínimo, casi lloroso, volviendo sin embargo a
sentarse.
Una
mujer joven, atrás, los miraba divertida.
Pobres
viejos, parecía pensar una mujer de edad mediana en el asiento del otro lado de
la señora vieja. Los miraba de reojo. Se detenía en las manos rugosas de la
mujer anciana. Las uñas prolijas y pintadas brillantes, los anillos coloridos y
tumultuosos, la cartera verde, sobre la falda, debajo de las manos.
El
hombre viejo mantenía la vista firme hacía el panel de la recepción y se
golpeaba la nalga rítmicamente con el puño derecho. Uno cada cuatro golpes se
acentuaba.
—Siempre
lo mismo.
—¿Siempre
lo mismo, qué?
—Siempre
la misma payasada.
—Tené
paciencia.
—No
puedo.
La
mujer joven, atrás, sonreía.
La
mujer de edad mediana, en el asiento del otro lado, los miraba de reojo.
El
resto de la gente de la sala miraba en dirección a la pantalla sin sonido reproduciendo
un comercial eterno cargado de sol y alegría.
—Podemos
ir a casa y ver algo en la televisión, alguna estupidez...
—Nunca
hay nada bueno.
—Claro,
porque acá es buenísimo todo.
—Tenemos
que esperar un poco más y nos van a atender.
—¿Y
qué nos van a decir?
—Nos
van a decir lo que nos tengan que decir.
—No
se puede creer, parece que te gusta que se burlen, que te tomen el pelo.
El viejo tiró la cabeza un poco hacia atrás, cerró los ojos y se quedó
unos instantes quieto, como si durmiera. Luego volvió a su rutina de mirar fijo
a la recepción y marcar el ritmo; ahora, con el pie derecho, ágilmente; acentuaba,
como antes, uno de cada cuatro golpes.
—¿La
semana pasada vinimos acá? —arremetió el viejo.
—Sí.
—¿La
anterior?
—También —susurro la señora, demostrando, quizás, un principio de cansancio.
—Siempre
venimos.
—Siempre.
—Todo
el tiempo.
—Todo el tiempo.
La
mujer de edad mediana al lado de la vieja se revolvió en su asiento.
—No
llaman a nadie desde hace un buen rato —dijo.
—No
—respondió la anciana, sin mirarla.
—Están
probando, quieren ver cuánto más aguantamos —dijo el señor y se paró
torpemente.
—Sentáte,
por favor.
—Sí
—dijo el viejo y se sentó.
Los
ojos verde claro de la señora anciana se dirigían con serena tozudez hacía la
recepción. La señorita a cargo disponía de voces y gestos suaves y amables.
Algunas personas se acercaban a consultarla acerca de la demora y ella se
explayaba con una constancia precisa de sonrisas y ademanes tranquilizadores.
Pero no llamaban a nadie para ser atendido desde hacía varios minutos.
—El
tiempo es oro —dijo el viejo.
—Por
favor —respondió la anciana.
—Ya
falta menos —dijo la mujer de edad mediana.
La
chica, atrás, sonreía.
—El
tiempo es oro —repitió el viejo.