viernes, 23 de junio de 2017

Alrededor de Cristina


Cristina Elisabet Fernández de Kirchner es una mujer de alrededor de un metro sesenta de estatura, de alrededor de sesenta años, de alrededor de sesenta kilogramos de peso; podría perfectamente decirse que es una mujer por completo común, normal, ajustada, estándar, una morocha típica de este lado del mundo, nacida en un barrio humilde de La Plata, hija de trabajadores, una corriente señora de pelo y ojos brillantes y oscuros y boca filosa; una que le dedicó gran parte de su vida a la política, ese terreno fangoso en el que se dirime, siempre, la suerte de los pueblos.
Otra, como tantas mujeres argentinas, por lo general de clase obrera aunque no exclusivamente, que se acercaron, se acercan y se acercarán a ese algo, esa expresión política compleja, de difícil definición, discutida hasta con violencia, que tiende a ser denominada peronismo o justicialismo y, claro, por supuesto, en los últimos años, kirchnerismo, porque es sin duda significativo el tamaño de la marca configurada por Cristina y su marido, Néstor Carlos Kirchner, a través de las tres presidencias consecutivas que protagonizaron, en el movimiento político al que se unieron en su juventud.
La República Argentina es un territorio extenso, sumamente, con la titularidad de la tierra y lo que ella depara en pocas manos. Mil familias, se dice, como un modo de representarlo. Una oligarquía que ha sabido defender, a través del tiempo, con las armas que le fueron necesarias en cada uno de los momentos históricos, su posición en una sociedad signada por una falta de equidad constitutiva.
Y, acá, en este terreno fantástico, en Argentina, que más allá de las particularidades no se diferencia en mucho de los otros terrenos fantásticos del mundo, los intereses de una minoría acomodada pugnan, se imponen, se implantan, con su usual prepotencia y capacidad coercitiva, por sobre los más democráticos intereses del grueso de las poblaciones.
Y, entonces, de pronto, en medio de un vendaval de libertad de mercado, viene Cristina; para profunda repugnancia de muchos y algarabía de otros tantos.
Algunos dirigentes de su propio espacio la discuten. ¿Qué discuten? Es soberbia, no acepta ningún tipo de disenso, dicen. Requiere obediencia absoluta. No dejó que creciera nada a su lado. 
Su liderazgo y la representatividad que ejerce para una importante parte de la ciudadanía argentina sólo se pueden discutir desde la ceguera que suele acompañar al odio. Odio que acompaña con constancia al Peronismo desde los inicios de su conformación disruptiva del orden imperante. “El hecho maldito del país burgués” o “el hecho maldito de la política argentina”, según John William Cooke.
A Cristina le tiran con exactamente las mismas descalificaciones y agravios con los que se viene apedreando al peronismo desde entonces.
Que no se pueda discutir a Cristina, su representatividad, su liderazgo, el lugar inobjetable que ya ocupa en la historia, no significa en modo alguno que no se deba discutir con Cristina. Así como Cooke discutía con Perón, uno de los pocos sino el único que lo hacía realmente, si puede valer el ejemplo.
Tiendo a creer que lo que más molesta de Cristina, paradojalmente, es que sea tan como nosotros mismos.
Ahora, Argentina, en el marco de su limitada democracia burguesa, plebiscita, fundamentalmente entre dos modelos: el del orden liberal, tradicionalmente usado como estandarte para la defensa de los intereses de los que no quieren que se modifique ni una línea del estado de cosas y el otro, el desorganizado, el maldito, el loco, el nuestro, el de Cristina, el del antagonismo irreductible que puede confundirse con soberbia o incluso con peores cosas, el de las notas agónicas de Eva, el que demostró más de una vez, por desgracia, que hasta puede dar la vida en la pelea. 
Probablemente, seguramente, Cristina sea mucho más que Cristina.