miércoles, 25 de junio de 2014

El tipo dice.

Creo que no digo nada que todo el mundo no sepa si digo que el deseo es la motivación fundamental. Y así, entonces, yo, que estoy sentado en un rincón tomando una ginebra placida, me voy atrás del grupo que irrumpe, unas veinte personas consolidadas en una asociación que parece ser homogénea, en su mayoría conformada por mujeres de entre veinte y treinta, muy deseables. Vienen encolumnadas detrás de un tipo barbudo con expresión de desquiciado que habla con el dueño y se dirige con sus seguidores al reservado que parecía estar esperándolos. Dejo la ginebra y me mezclo entre ellos. Me siento al lado de una rubia preciosa que tiene varios piercings y unos anteojos raros, de marco transparente, que a su vez le hacen extraordinario juego con su mirada transparente.
—Hola —le digo.
—Hola —me responde.
—Vamos a ver —expreso simulando concentración o algo por estilo y que sé positivamente de qué se trata lo que está por suceder. Ella me sonríe transparente.
El tipo dice que el escenario en el que transcurre la cuestión es mucho más que un simple escenario porque, podría ser eso sólo, pero nunca es eso sólo porque los escenarios remiten siempre a otros escenarios que alguna vez vimos circunstancialmente o vivimos, en otras oportunidades… Son los paisajes por los que se juega la metáfora de la vida en tanto presente, estratos de pasado y anhelo de futuro; y además están cargados de símbolos que los transforman, de alguna manera, en algo más que meros escenarios, en algo así como una suerte de personaje más, que interactúa por otra vía. Entonces, el escenario es un personaje que permanece callado pero igualmente habla su lenguaje de señas inmóviles, baila alrededor; aunque, como en este caso, esté presentado de un modo mínimo, casi inexistente, sólo pequeños trazos, nos dice el tipo.
El tipo nos dice también que los personajes no son, en sí mismos, un único personaje sino que son varios, cada uno, siempre; con lo cual, cuando hay dos sobre la escena, puede estar habiendo diez… o cinco mil… Un ejército de tipos que son un tipo pero a la vez son cientos de miles de hombres y mujeres que pasaron por algo similar o incluso por lo antagónico, pero se relacionan..., en un sentido o en el otro. En esa voz, en ese rostro, en ese cuerpo están las voces, los rostros y los cuerpos de las personas que han ido cruzando por nosotros… Es así, nos dice también el tipo con su particular voz enajenada. Y nos dice que los personajes cuentan una historia pero, sin duda, cuentan otras historias que están dentro de la historia que podríamos llamar fundamental y son, en algún sentido, tan importantes como ésta, aunque menos visibles, permanecen ocultas hasta que brotan y vuelven a la inmanencia; para transitar por debajo como un río subterráneo, nos dice. Nos dice acalorado que es importante no perder de vista nada. Luego deja caer, como quien no quiere la cosa, que cada historia tiene más de un tema…, y que los temas pueden cobrar independencia de la historia.
—Y cada tema tiene además sub temas que generan visiones distintas —dice uno de atrás, con una cara muy similar a la del tipo pero con veinte años menos—. Y se va re significando todo —concluye.
—Y claro —dice el tipo.
Pensé que con lo de los sub temas se iban a plantear derivaciones, pero no.
A continuación, el tipo dice que hay que generar en cada instante un instante apretado, sagrado, salvaje, idílico...
Después arrancó con una de eufemismos giratorios y con otra de no sé qué cosa más, pero yo ya no escucho ni puedo seguir el hilo de nada. 
Voy subrepticiamente hacia el resto de ginebra que dejé abandonado.      

domingo, 8 de junio de 2014

Mínimos instantes.

Un bramido de asfalto con reflejos azules; perfecto, ilimitado, sin restricciones. Me dieron un auto terrible para ir con él hacia mi destino por este camino soñado. La mejor ruta posible, me dijeron… A esta hora no hay absolutamente nadie.
El tiempo pasa muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos; como los detalles que se suceden indefinidos a los costados. Entrecierro la mirada buscando concentración y me afirmo en el volante. Una recta infinita y un punto impreciso en el horizonte.
—El futuro es eso: un punto impreciso en el horizonte…, que avanza con nosotros en dirección al vacío.
Fui demasiadas cosas en la vida y a la vez pienso que no he sido enteramente nada.
—Furia —de eso he sido bastante—.
Imágenes como palabras y palabras que son imágenes… —y a lo único que importa, por lo general, no se lo puede nombrar—. Y el sonido inmanente en esa —furia— que no me dejó nunca de acompañar, ni en los sueños más livianos y calmos, los anteriores a las tormentas voraces… Porque a la calma más tibia la siguió siempre una tormenta brutal. Es así, por lo menos en mi camino lo ha sido.
—El motor es la esencia.
¡Qué hermoso suena! Los graves adheridos al piso y las alas flotando por arriba de la consciencia.
Mamá cantaba cuando íbamos en su autito todos apretados a algún lado. Algún viaje de vacaciones o los trayectos más cotidianos a la casa de los abuelos; cantaba con su vocecita desatada canciones cubiertas de esa dulce esperanza que ella tenía en cada momento, canciones que hablaban de lo bueno que estaba por llegar.
—Mi voz ha sido tan lo contrario.
Áspero silencio oscuro y mordido seguido de truenos de embriagada desesperanza.
Canto entre dientes la balada del convencido profundo en la profunda inutilidad… 
—¿Cuándo habré dejado el sedante placer de la ruta por la que iba?   

jueves, 5 de junio de 2014

Collage a través de la distancia.

Un ojo morado, un arco superciliar abierto, una nariz sangrante y una búsqueda desesperada de aire al tiempo que se quieren evitar los golpes.
Desierto naranja, inmóvil.
Varios tipos subidos a pequeñas motos dan vueltas, cada vez más rápido, dentro de una esfera de enrejado metálico que deja ver con total nitidez como se cruzan.
Un teléfono y una agenda abierta.
Pedazos de gente caminando por una vereda comercial, se detienen de golpe sobre las vidrieras muy iluminadas. Mueven sus bocas pero no se puede oír nada. Algunas bocas se desprenden de las caras.
Una mujer muy anciana mira hacia adelante con expresión perdida, los labios entreabiertos, las manos tiemblan. Está en una silla de ruedas.
Grandes olas de mar vociferan.
Un minúsculo velero con las velas arriadas.
Sale abundante líquido rojo de una alcantarilla. 
Un hombre de mediana edad, calvo y completamente desnudo ejecuta un largo redoble sobre un tambor; brota polvo del parche.
Quirófano. Luces.
Una nena de alrededor de dos años camina titubeante; lleva puesto un vestido floreado con preminencia de un tono rosado. Sonríe tímidamente, luego da vuelta la cara; enseguida, de nuevo, sonríe.
Un avión se acerca a una pista de aterrizaje y una bandada de pájaros se aleja.
Un rostro muy arrugado, barbado y sucio dice: —Nadie está exento.
Llueve muchísimo sobre una calle oscura.
Una cabeza se estira hacia arriba.
Brilla, increíblemente hermosa, una luna cercana.
La piel de un hombro femenino desnudo… y se desliza el brazo como aleteando. Se puede ver que ella baila, envuelta en una tela transparente.
El cuadrante de un reloj.
Brota polvo del parche.
Olas y líquido rojo.
La mujer anciana.
La luna.
Un cactus.
Piel.
Humo.
Negro.

   

miércoles, 4 de junio de 2014

Escena uno.

Estoy viendo la minúscula franja abstracta que separa el bien del mal, la razón de la locura, el triunfo de la derrota, incluso hasta la vida de la muerte; a veces no hay más que unos pocos pasos entre esos opuestos tan salvajemente enfrentados; aunque nos resulte tranquilizador entrever distancias mayores, muchas veces hay sólo centímetros, escasos, como para cubrirlos con un simple tropiezo. La vida conlleva ese nivel de presencia de la adversidad y, por otra parte, generalmente, hay algo de extraña gracia en las caídas. 

Terribles piernas.

Debajo de dos mascaras insulsas de porcelana blanca, que se podría afirmar que pretenden representar la comedia y la tragedia, conversan dos tipos.  
—Sería pertinente decirse un poco la verdad, una parte mínima por lo menos —dice uno de ellos, un señor gordo, indescifrablemente desparramado en un sillón de estilo similar al Luis XV, masajeándose la sien derecha con la conjunción de la palma y el pulgar del mismo lado y levantando la rodilla correspondiente al hemisferio contrario en una rutina de cierta irregularidad y, por consiguiente, de intermitencia difícilmente comprensible para la lógica rítmica que suele habitar la consciencia—. Las personas buscamos el punto más alto para nosotras. Imaginamos la cumbre de perfección, desde la que queremos ver el mundo, e intentamos subirnos… Ser los mejores, los más fuertes, perfectos —se detiene abruptamente
El antiquísimo y hermoso reloj de péndulo, a un costado, no marca ninguna hora porque le falta la manecilla que tendría que cumplir esa función indelegable al minutero, que sí se desliza, perfectamente, en cumplimiento de su tarea de tal. Por otra parte y fundamentalmente: sesenta precisos golpes por minuto no tienen expresión gráfica, pero sí una auditiva, cálidamente acompañante.
—Esto es siempre de ese modo —dice el otro hombre, algo menos gordo, aunque tampoco tanto menos, desde la posición simétrica de oponente circunstancial del que podríamos considerar más robusto.
Son parecidos: redondos, calvos, colorados; sólo los diferencia una ligera disparidad de grosor. Podrían ser hermanos, hasta mellizos, quizás gemelos.
Una señora, cruelmente ataviada con un uniforme de mucama estandarizado, de color rosado, delantal, cuello y vivos blancos en las mangas y los bolsillos, les acerca en una bandeja metálica una tetera y dos tazas a la mesita redonda que, de alguna manera, los delimita y los separa. Tiene el pelo relativamente corto y teñido de rubio ceniza claro, unas pestañas muy largas y negras, que resaltan, y buenas formas, muy buenas… Las medias le dan a sus piernas la apariencia de estar bronceadas.
El más gordo sirve, sin volcar en las tazas otra cosa que no sea el líquido ambarino que surge de la tetera sin desprender humo alguno. Llama también la atención la ausencia de azúcar o algún otro edulcorante para la bebida. Se puede suponer que ya había sido edulcorada y que, probablemente, estaba algo fría.
La señora uniformada como mucama se aleja contoneándose. El menos gordo la mira fijo. Tendrá unos cuarenta y es bastante atractiva, piensa el tipo, sobre todo de atrás… Y terribles piernas.
Toman dos tazas cada uno, rápido, una inmediatamente después de la otra. Se encuentran risueños.
La voz del más gordo fluctúa y por momentos atruena un tanto. Habla apasionadamente acerca de una cuestión que resulta hermética, un discurso armado de palabras discontinuas.  
El otro hombre parece haberse perdido en sus propias cavilaciones.  
La mujer del uniforme estandarizado se asoma ligeramente y el tipo más gordo aprovecha para señalarle la tetera. El lazo del delantal marca la cintura fina que se abre hacia arriba y hacia abajo en mayores amplitudes redondeadas.
—Sólo llevo puesto lo que se me queda pegado por razones misteriosas, lo demás lo olvido —dice de pronto el gordo, desde el centro de la nada misma, sin otra explicación que el deseo de decirlo. 
—Terribles piernas —dice el otro, amparado, seguramente, en una concepción similar.