viernes, 9 de enero de 2015

Dolores

Lola escribía cosas rarísimas, parsimoniosamente, con su letra redondeada y prolija, en esos cuadernos chicos de espirales metálicos y hojas cuadriculadas, con fotografías de animales salvajes en las tapas —le gustaban fundamentalmente las de felinos: tigres, leones, panteras, guepardos, jaguares, etcétera— que compraba en la librería escolar de la salamandra negra, sobre la Avenida Garay antes de cortarse con Chiclana. “¿Qué hacés, te los comés los cuadernos, Lolita?”, le decía el viejo lobo tordillo, Francisco, que atendía con su esmero quieto la librería desde hacía infinidad de tiempo y que la conocía a Lola desde que era una nena ínfima de trenzas y pecas, de seis o siete años, e iba con un portafolios más grande que ella a la escuela de la vuelta, y Lola se sonreía sin responderle porque de algún modo pensaba que de verdad se los comía, que no podía dejar de comerlos, que eran su adicción incurable; como antes, en algún momento, fueron las esculturas que realizaba con envases plásticos, polietileno, alambres herrumbrados y espuma de poliuretano. Escribía en esos cuadernos todo el tiempo, sin poder parar y, a veces, hacía extraños dibujos de figuras humanas extremadamente delgadas, hombres o mujeres o neutrales, con algunos rasgos bestiales, indescifrables, sobre los márgenes; figuras como las de las esculturas, que fue dejando de hacer, de un día para el otro, porque ya no la entusiasmaban, porque se fue cansando de la tarea de calentar el plástico y darle forma, y pegar las diferentes piezas, y retorcer los alambres, y esgrimir la espuma, y luego pintar, incansablemente, detalle a detalle; esculturas que todavía cubrían el patio de la casa en la que Lola vivía con su mamá, Mariana.
Lola no conocía México, pero siempre, últimamente, escribía acerca de México; historias basadas en algo que había oído o que imaginaba haber oído por algún lado, en televisión, seguramente, en documentales, quizás, vaya a saberse, le encantaban los documentales; Lola imaginaba con constancia y un poco se le mezclaban las palabras en círculos que ella pergeñaba con las escuchadas, “después, en definitiva, no importa demasiado qué es verdad y qué no, no importa en lo absoluto”, pensaba. “La gente elige creer cantidad de cuestiones por completo increíbles”, se decía, permanentemente, como para habilitarse en la continuidad de su delirio, lento, amable, dulce, narcótico...
Mariana, la mamá de Lola, se preocupaba; juzgaba a Lola como extraña. Además, una mancha oscura se extendía por la frente de su hija sin explicaciones médicas convincentes. Mariana era creyente, evangelista, y quería que Lola la acompañara a la iglesia para que la viera el pastor; Mariana creía fervientemente en el Pastor, un elegido, un hombre de dios, creía en su capacidad de ver más allá; Lola no aceptaba hacerlo, decía que el pastor era un gordo lascivo. Mariana se irritaba frente a esas consideraciones de su hija.   
Las divagaciones de Lola se desprendían de cualquier tipo de lógica, eran sucesiones, progresiones cada vez más incomprensibles; cuanto más incomprensibles, más se entusiasmaba Lola. En oportunidades las leía en voz alta para un auditorio imaginario, o para su gato.
Lola era muy hermosa. Preciosa.
Para la cena, Mariana sirvió dos platos de un brebaje pastoso…
—¿Qué es esto?
—Una sopa.
—¿De qué?
—De verduras.
—¿Verduras?
—Verduras.
—¿Qué habrá sido de la vida de papá?
—Estará muerto, seguro, de cirrosis; borracho de mierda… 
En oportunidades, Lola recordaba a su papá como una gran sombra errante, gigante, las manos enormes, largo, un poco encorvado, lindo, picado de viruela, dulce, extraño… Raro como ella. ¿Por qué no había vuelto a buscarla, a verla? Su mamá lo había echado, le tiró las cosas a la calle… Pero él tendría que haber vuelto…
—¿En qué pensás Lola? Sos rara Lola, sos rara.
A Lola le gustaba tomar ginebra escondida, como a su papá. 
—Me caigo. Me muerdo. Me siento. Me levanto. Estoy viva. Estoy ciega. Estoy enferma de sombras —le leía Lola a su gato.