viernes, 8 de marzo de 2013

La vida es para andar lo más desnudo posible. (2)

Cuando se murió mi hermano, que no era en rigor a la verdad mi hermano pero para mí lo era indudablemente y por encima de todos los registros formales, me decidí por recordarlo siempre en ese estado anterior a la quietud y el silencio definitivos. Más precisamente: elegí reverlo en una eternidad de sonrisa hacia un costado, intento de resumen de su forma particular de estar en la vida que un poco se me pegó, bastante. 
Se fue muy joven, y en ese irse tan rápido se fue también gran parte de mi esperanza existencial. "La vida te corre; son cinco minutos. De un momento a otro termina todo, te fuiste y chau". Desde ese entonces me martiriza un cartel fluorescente que afirma en un relampagueo constante: "Su tiempo puede estar por expirar en cualquier momento sin darle demasiada o ninguna clase de aviso previo más allá de esta leyenda maldita que centellea".
El cartel desapareció por un tiempo cuando nacieron mis hijos y después volvió. 
Nunca sentí la necesidad de concurrir a ningún cementerio para evocar o invocar a algún muerto querido, rehúyo de cualquiera de las expresiones de ese culto. Mucho menos a mi hermano, viene conmigo con esa sonrisa permanente dibujada y aparece espontaneo. Que él sonría no trae aparejado en modo alguno que yo no llore, lo contrario: lloro casi siempre que aparece. Es así. El paso del tiempo no lo hace diferente.
  

lunes, 4 de marzo de 2013

Exceso de velocidad. (1)

Por esos días llevaba, como tantas infinitas otras veces, la incomoda sensación de que tenia para escribir algo importante, muy importante, y no lograba recordar, ni en parte, qué ineludible inmundicia era aquello supuestamente "sumamente importante" que tenia para escribir. La pregunta surgía entonces como inevitablemente siempre: - ¿Qué es lo importante? - Y después: - ¿Importante para quién? - Para mí, claro, para mí... Introducción, nudo y desenlace... Más la inclusión obligatoria, aunque fuertemente dubitativa, de numerosos valles infértiles. Amados, sombríos y bellos valles delirantes e infértiles. 
La apreciada búsqueda incesante de perderme por unos instantes, aunque más no sea ínfimos, en uno de esos caminos que nunca conducen más que a ellos mismos. Laberintos sin vestigios ni pretensión de salida. Experiencias con alteradores intrínsecos, o no, de lo que se podría dar en llamar conciencia; cabe la posibilidad de que así sea. Cabe la posibilidad de que mi inconsistente conciencia aún sea una, o quizás algo parecido.

La calle en la que vivo desde hace muchos años posee unos fantásticos arboles muy añejos, que en conjunción con los edificios, apenas permiten vislumbrar recortes de cielo. A unos pocos pasos se encuentra mi auto: siniestra maquinaria.

La radio en una estación de frecuencia modulada en la que un sujeto de voz rasposamente desconsiderada habla desaforado, sin el menor atisbo de remordimiento, de cualquier estupidez vacía. Va de una cosa a la otra, sin destino. Un perfecto idiota... El estado del tiempo, el precio de diferentes cuestiones en los mercados internacionales, una señora que mediante una técnica de enunciado origen milenario había encontrado la solución definitiva para un herpes que no la dejaba vivir tranquila, los antepasados del tarado, la corvina negra... Es lo único que el receptor logra captar y no tengo más remedio que éso. Olvidé cargar mi música; entre otras muchas cosas que, seguramente, empezaré a notar que he olvidado. Es así: me olvido. Lo bueno, lo malo, lo regular y los infinitos matices que pueblan los intermedios. - ¿A quién se le habrá ocurrido que éste hijo de un culo horrible, insano de la peor insanía, voz de lata y cabeza de pajarito, podía hablar por intermedio de las venerables ondas electromagnéticas? Que lacra.
Sigo intentando y consigo por fin ubicar una emisión de música: Ravel. - Bien, bien, bien; la austera melosidad que puede apartar a mis oídos y mi mente de la reverberante garganta estrafalaria y su caudalosa catarata de palabras imbéciles y estiércol inflamado. 
Tengo por ahí tirados, en alguna caja de las que todavía no deshice desde mi desafortunada última mudanza, unos discos de Ravel. Va: unos cuantos discos con obras de Ravel, ejecutadas por un pianista del que no puedo recordar el nombre... Un tipo que al grabarlas era joven y ahora, en la desesperante actualidad, debe ser un viejo de mierda más o menos como yo. Me parece recordar una cara bien delineada, delgada, armoniosa. Un lindo pibe. Algo de rasgos de mina de los ojos para abajo y el pelo al más ferviente estilo del gran Ludwig van Beethoven. - ¿Cómo estará hoy el muñeco? Yo no estoy tan hecho mierda después de todo. Podría ser peor. Un primo mio de mi edad parece mi abuelo, y un compañero de la facultad: mi hijo. - Es así. - ¿Así cómo? - Así como la concha de tu madre. - ¡Que hermosos acordes! - No me acuerdo cómo se llamaba esto. Termina. 
Una mujer comienza a decir algo que no entiendo, pisando los restos de  resonancia. Arrastra extravagantemente los fonemas, da toda la impresión de estar un poco alcoholizada... o ¿quizás? bajo los efectos de algún alcaloide. - Que bien que suena: "alcaloide"... Hermosa palabra. Una imagen en si misma.

La ruta se estira interminable hacia adelante y una pareja de bailarines abúlicos parece haberse puesto a jugar en mi parabrisas.