lunes, 2 de diciembre de 2013

Fumar y pescar.

La hora prometida para absorber el humo denso y mantener la brasa parejamente encendida y expulsar gruesas columnas de olvido de sí mismo y seguir con los ojos abiertos hacia el vacío que se supone adelante y no caer en la tentación de voltear la ceniza que permanece asida a la brasa. Mirar el pequeño fuego arder y establecer la inevitable comparación con el volcán que se lleva en las entrañas. El volcán que contiene la metáfora que nos da vida y a la vez nos consume.
Cuando de apagar fuego se trata, se piensa inmediatamente en líquido. El vodka, aunque frio, no parece ser una solución, pero la imagen del mar siempre lo es. Estaban las innumerables fotos de vacaciones oceánicas, esparcidas por la totalidad de la sala. A ambos les encantaba el mar y todo lo que trae aparejada su cercanía.
  
Aplastó el resto de cigarro contra el cenicero y se acercó al balcón. En el parque, la señora del tercero paseaba su perrito caniche y la de al lado repartía alimento entre los gatos. Cuando él llegó del trabajo la señora de al lado se encontraba en el balconcito mirando la calle, se esforzó por saludarla pero ella no dio señales de verlo. Estaba muy vieja. En algún punto le recordaba a su madre.

Un movimiento abrupto de tierra en el fondo del océano, en consonancia con una fuerte corriente submarina y una tormenta violenta en la superficie, con ráfagas que superan lo imaginable, y entonces, el mar crece en aniquiladoras paredes de agua que arrollan bestialmente lo que encuentran a su paso. La vida, a veces, es esa combinación, o una bastante similar, o tantas otras tan destructivas como esas; una suma de factores concordantes que dan por resultado la tragedia.
En la agencia se tomaba mucho café, una máquina de libre expendio y las horas inhabitadas; las horas cargadas de esperar, con la paciencia autoimpuesta del pescador, la llegada del pescado; las horas sucias de la continuidad en la tarea esencial de la espera; y una franja costera exigua para una superpoblación de pescadores. Él estaba teniendo cada vez más problemas con todo eso.
No le había dicho nada a ella pero, unos días atrás, tuvo un conflicto serio con un compañero de trabajo que derivó en una pelea, con cruce de insultos y algunas manos, y que, seguramente, terminaría en una suspensión o quizás algo peor. 
Ella dejó la revista sobre la mesita baja y tomó el teléfono. Se fue al dormitorio a hablar con su hermana de los preparativos para la boda inminente. Él miraba la noche en el parque a través de la cuadricula de la ventana. La señora de al lado seguía con los gatos, parecía estar jugando con uno cachorro. Las palmeras estaban hermosas reflejando la luna. Deseaba fumar otro cigarro pero en cambio encendió un cigarrillo. No podía dejar de pensar en lo infumables que se le hacían las horas de tedio con la caña en las manos.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Hogar dulce.

El fantasma simbólico de un espacio en la infancia, como aquel en el que él creció junto a sus hermanos de la mano de sus padres. La mano simple y cálida de su mamá y la mano gruesa, áspera y simpática de su papá. Aquellas manos que estaban siempre cerca, en caricias permanentes. Se lo veía distinto con el paso del tiempo. Aquella casita a la que no le sobraba nada y a veces le faltaba, tenía, sin embargo, eso que se había sabido construir desde la sencillez. Las paredes sucias de alegría. Él venía de ahí. Ella venía de algo muy opuesto, así lo pensaba él, por lo menos.
Ahora, vivían en un minúsculo departamentito antiguo en el centro de la ciudad con un hermoso balcón francés orientado hacia la parte más linda de un parque, dos ambientes y una dependencia ínfima que ella utilizaba como escritorio, sala de lectura, de labores y multipropósito, su lugar especial, aunque todo en esa casa era ella, cada detalle, los muebles, los cuadros, los tapices, las cortinas, las alfombras, los almohadones, las plantas invadiéndolo todo, las lámparas, los jarrones, los candelabros, los adornos en general, la inspiración variada y multiétnica, el infinito museo de pequeñas y delicadas posesiones desperdigadas, la colección de gatitos de porcelana, las cajitas de música con sus bailarinas, cada una de las cosas que habían sido cuidadosamente elegidas por ella, algunas hechas o restauradas por sus manos incluso, en un largo proceso, de años de duración. Las revistas la habían ayudado en todo aquello, siempre estaba sacando ideas nuevas de esas publicaciones especializadas en las distintas áreas de la femineidad institucionalizada y sus colindantes sistémicas. Flores, mariposas, encajes, puntillas, volados, muñecas, hadas, cristales, gasas, colores, brillos, corazones… Él odiaba esos corazones impuestos por el mercado de signos, casi tanto como a la cruz devota del dormitorio.
Ese departamentito estuvo en su familia desde que ella era chiquita, ahí vivió su abuela hasta la muerte, luego su madre se lo alquiló a una tía o algo así y finalmente fue de ella cuando su tía o algo así fue a dar a un psiquiátrico.
Toda esa casa era ella. Él era una tercera parte del armario, un par de estantes en la biblioteca, la mesa de luz de su lado, algunas pocas cosas en el baño y un guitarrón jumbo coreano que últimamente estaba guardado en un rincón del dormitorio al costado de la mesa de luz. Aunque hacía días que él era fundamentalmente los cigarros y la botella de vodka.
Sus dedos tenues corrían las páginas, se detuvo en una nota acerca de cómo hacer para mantener viva la pasión en la pareja.
Él seguía sentado a la mesa fumando, pensaba en un hombre, apenas mayor que él, aferrado al timón de una cascara de nuez en el medio de una tormenta furiosa en el océano. 
Las baladas roncas y oscuras se habían acallado, ninguno de los dos pareció notarlo.