jueves, 11 de julio de 2013

El señor del tercero.

Cuando me siento realmente mal y me encuentro completa y terminalmente desesperanzado, y la vida se me presenta como un peso terrible sobre la espalda curvada, que tiende a quebrarse o por lo menos a doblarse aún más, y todos los caminos dan la impresión de conducir al absoluto y rancio vacío... Y ya el alcohol y las drogas a mano no están en condiciones de solucionar nada de todo esto, y las que podrían solucionarlo, o en su defecto y más bien, podrían ayudar a soportar el embate de la rutina circular y sus laberintos habituales inexpugnables, no se consiguen en este barrio aislado del mundo; entonces, si tengo suerte, me cruzo con el vecino del tercer piso y ahí sí la cosa -el universo entero- cobra un sentido distinto, más claro, se respira otro aire, se cuela un potente haz de luz entre la penumbra provocada por las tinieblas del alma, y la esencia de la naturaleza misma, tantas veces oculta en estas junglas cementicias y excrementicias en las que subsistimos amargamente, reaparece, se recobra, resurge aleteante y victoriosa, revive en cada parte de mi ser. Esas cosas mínimas que le otorgan otra entidad a la existencia. 
El sujeto del que te hablo, el señor en cuestión, sólo sale a la calle para hacer compras, sacar la basura y o pasear a su perrito inclasificable y minúsculo. Lo lleva a dar vueltas con una correa desproporcionadamente grande para el animal, y la desproporción se transfiere a cada uno de sus gestos y movimientos, que son los de un hombre -un guardián- que tiene la responsabilidad ineludible de trasladar por las calles de la ciudad una fiera salvaje que le fue conferida en custodia por alguna deidad -de esas que ni nos hablan a nosotros, ni de casualidad, pero que con él se ve que se entienden-. 
Por total o parcial ausencia de cabello -pareciera- y porque así lo ha decidido, en pleno uso de lo que podrían ser sus facultades -no tengo por qué dudarlo- porta orgulloso en su pequeña cabeza erguida una suerte de representación de felino domestico embalsamado rojizo furioso. Siempre tiene alguna recriminación para hacerle a la humanidad circundante, siempre; en torno a diferentes temas: los ruidos que supuestamente hacen los vecinos con los muebles por las noches hacia la madrugada, la música acompañada de bailes o en estado puro, la basura dejada fuera de los lugares estipulados para tal fin, el no pago de las expensas por parte de tal o cual, que la señora del primero nunca deja entrar al fumigador y otras variadas circunstancias cotidianas, menores para nosotros y sustanciales, en apariencia, para él, dada su visión tan particular. 
Su ceño apretado es un canto a la vida a partir de uno de sus visos más brillantes: el absurdo. 
Se podría perfectamente tener la tentación de creer que este extraordinario buen hombre es un delirante inconsciente de si mismo, pero no, absolutamente no. Te paso a contar: 
Una tarde me lo cruzo llegando a casa después de trabajar, yo traía en las manos una revista que me había prestado un compañero porque me llamó la atención una nota de no recuerdo qué. El asunto es que en la revista esa, una foto de un pibe con un violento mohicano multicolor, ilustraba una nota equis. Se la mostré diciéndole que se tenía que conseguir una cresta como aquella. El viejo se empezó a cagar de risa y no lograba parar, cuando lo consiguió, me puso la mano sobre el hombro y me dijo algo así como que sí, que sería fantástico. A partir de ese momento me di cuenta que cada uno de sus comentarios aparentemente maliciosos hacia los vecinos llevaban puesta siempre una broma, un juego hecho con esa seriedad impostada que el señor del tercero cultivaba en contraste con su estrafalaria figura.           

viernes, 5 de julio de 2013

El narrador de un desvarío.

   El narrador era un completo demente hijo de mil putas que navegaba a través de la historia como si se tratara de un sueño -o una película desaforadamente extraña y onírica- que él iba contando con un obsesivo detenimiento hasta en los detalles más insignificantes. Es más, parecía hacer permanente foco en lo insignificante, precisamente. 
   Aunque creo que, en definitiva, la cuestión no tenia demasiada consistencia de sueño; era sin dudas una película enloquecida. Y el tipo la cargaba con lo suyo en cada escena, en cada plano, en cada cuadro: miradas de chapa crujiente, con destellos incandescentes y pinceladas salvajes. Relataba como el recorrido de la cámara, sin hablar de cámara por supuesto, la música que se oía en todo momento... las luces, las sombras, los silencios... Y la historia fue cobrando cierta y relativa coherencia. Símbolos, mensajes entre líneas, mascaras, diálogos,  monólogos, baile, poesía, se fueron resolviendo en un "in crescendo" enigmático. Hasta llegar a un final verdaderamente demoledor. 
   Igual, una absoluta cagada.

Una locura.

   Tendría que tratar de largar por un rato, aunque más no sea, toda esta felicidad inabarcable que llevo puesta en cada una de las partículas que componen mi integridad corpórea y extracorpórea, me dije sonriendo levemente y en tirabuzón multicolor efervescente hacia dentro. Voy a silbar el tango más endiabladamente triste que pueda recordar hasta que se me pase, me dije después mirándome firme a los ojos internos, que así mismo me miraban expectantes. Había disponibles muchísimos tangos y casi todos eran bastante tristes, pero los que más me gustaban eran los impregnados de una melancolía profunda y metafísica. La de ir a la deriva sabiendo que el futuro es invariablemente un desastre y que nadie nos va a ayudar a salvar nada porque todo es inevitablemente insalvable. Eso ya lo tenía claro desde hacía años y no lograba entristecerme. Igual intentaba, silbando y repasando mentalmente las letras. Una costumbre como tantas otras, sin demasiado sentido. Como correr alrededor de un parque. Como empezar pintando una misma naturaleza muerta para terminar en cualquier otra cosa, diametralmente distinta. Como subir por las escaleras mecánicas que bajan. Como mirar el horizonte, o el fuego, o el agua… 
   No sabía de dónde demonios, de qué insólito carajo me había llegado esa alegría existencial perenne. Una mañana me desperté así, ¿o fue un mediodía después del almuerzo? No lo puedo precisar. Creo que en realidad fue un proceso, durante el cual, me fui despojando de todas las creencias fantasmáticas, o algo así más o menos. Había tenido momentos felices pero ninguno tan enajenadamente persistente. Una locura. Eso exactamente. ¿Me estaría volviendo loco? Llegué con rapidez a la conclusión de que loco ya estaba, casi desde el inicio, razón por la cual no tenía por qué preocuparme al respecto, lo que terminó por generarme una automática alegría superior a la previamente instalada. Y entonces iba por la calle silbando tangos infinitamente amargos, envuelto en una holgada algarabía irrestricta. Anduve un montón de tiempo así, hasta que un día se me pasó.