martes, 21 de mayo de 2013

¿Quién vive?

Se tendría que haber reído; eso es lo que tendría que haber hecho, sin ninguna duda, porque la situación fue muy pero muy graciosa, evidentemente graciosísima, hilarante en extremo. Pero no pudo, ¿no lo logró o ni lo intentó o no sé? Se quedó paralizado mirando hacia delante sin ver, como perdido en sí mismo. Sin un atisbo de sonrisa ni de ningún otro gesto; helado o petrificado o simplemente inmóvil, concentrado o desconcentrado o vaya uno a saber cómo. A los que habían venido con él los ganó un completo desconcierto; era un tipo de reírse siempre, hasta en las peores circunstancias, en las más difíciles o adversas. Y de reírse con mucha fuerza, con espontanea estridencia contagiosa, haciendo uso de todos y cada uno de los resonadores corpóreos y extracorpóreos. ¿Qué le estaba pasando? Nada y muchísimo. A veces uno no tiene ganas de reírse. ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué hay que dar tantas explicaciones? ¿Qué les pasa? El humor es esencialmente así, por definición. Pero se tendría que haber reído, le hubiese resultado conveniente. El no hacerlo lo puso en una posición incomoda frente a los presentes; incluso, claro está, ante los propios. Aunque a decir verdad, para él esos propios no lo eran tanto. Ellos se creían allegados, pero él los sentía lejanos, meros conocidos sin demasiado más. El juego de la vida... y dar vueltas por ahí acompañado... ¿Acompañado? Habían venido con él porque estaban cerca en el momento de haber sido invitado. Eso sólo. Un publico para su afición por el espectáculo constante. 
Por esos días se encontraba algo más delgado, desmejorado. Siempre se dijo que comía poco y bebía demasiado. En relación con eso recuerdo una cena en un restaurante chiquito por Palermo, eramos cuatro o cinco, por lo menos uno tomó nada más que agua. Un par de bifes de chorizo, papas fritas, morrones asados y quince botellas de vino, quince. 
Sencillamente, no tuvo deseos de reírse. Ni más, ni menos. No era hombre al que le importara lo que pensaran de él los demás. Por lo menos esos demás. No le importaban casi una mierda. Siguió en la suya: serio, circunspecto. Después de un rato de silencio se dio una palmada violenta en el pecho y exclamó en una explosión un furibundo ¡¿quién vive?! Todos se quedaron mirándolo. Y de pronto se puso a reír como era su costumbre hacerlo. Desaforado, desprejuiciado, loco... Decía ¡¿quién vive?! y se reía... lunáticamente, salvajemente...
No sé, me parece que le hubiese convenido reírse antes. Igual no importa, creo que todavía se sigue riendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario