domingo, 8 de junio de 2014

Mínimos instantes.

Un bramido de asfalto con reflejos azules; perfecto, ilimitado, sin restricciones. Me dieron un auto terrible para ir con él hacia mi destino por este camino soñado. La mejor ruta posible, me dijeron… A esta hora no hay absolutamente nadie.
El tiempo pasa muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos; como los detalles que se suceden indefinidos a los costados. Entrecierro la mirada buscando concentración y me afirmo en el volante. Una recta infinita y un punto impreciso en el horizonte.
—El futuro es eso: un punto impreciso en el horizonte…, que avanza con nosotros en dirección al vacío.
Fui demasiadas cosas en la vida y a la vez pienso que no he sido enteramente nada.
—Furia —de eso he sido bastante—.
Imágenes como palabras y palabras que son imágenes… —y a lo único que importa, por lo general, no se lo puede nombrar—. Y el sonido inmanente en esa —furia— que no me dejó nunca de acompañar, ni en los sueños más livianos y calmos, los anteriores a las tormentas voraces… Porque a la calma más tibia la siguió siempre una tormenta brutal. Es así, por lo menos en mi camino lo ha sido.
—El motor es la esencia.
¡Qué hermoso suena! Los graves adheridos al piso y las alas flotando por arriba de la consciencia.
Mamá cantaba cuando íbamos en su autito todos apretados a algún lado. Algún viaje de vacaciones o los trayectos más cotidianos a la casa de los abuelos; cantaba con su vocecita desatada canciones cubiertas de esa dulce esperanza que ella tenía en cada momento, canciones que hablaban de lo bueno que estaba por llegar.
—Mi voz ha sido tan lo contrario.
Áspero silencio oscuro y mordido seguido de truenos de embriagada desesperanza.
Canto entre dientes la balada del convencido profundo en la profunda inutilidad… 
—¿Cuándo habré dejado el sedante placer de la ruta por la que iba?   

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