miércoles, 4 de junio de 2014

Terribles piernas.

Debajo de dos mascaras insulsas de porcelana blanca, que se podría afirmar que pretenden representar la comedia y la tragedia, conversan dos tipos.  
—Sería pertinente decirse un poco la verdad, una parte mínima por lo menos —dice uno de ellos, un señor gordo, indescifrablemente desparramado en un sillón de estilo similar al Luis XV, masajeándose la sien derecha con la conjunción de la palma y el pulgar del mismo lado y levantando la rodilla correspondiente al hemisferio contrario en una rutina de cierta irregularidad y, por consiguiente, de intermitencia difícilmente comprensible para la lógica rítmica que suele habitar la consciencia—. Las personas buscamos el punto más alto para nosotras. Imaginamos la cumbre de perfección, desde la que queremos ver el mundo, e intentamos subirnos… Ser los mejores, los más fuertes, perfectos —se detiene abruptamente
El antiquísimo y hermoso reloj de péndulo, a un costado, no marca ninguna hora porque le falta la manecilla que tendría que cumplir esa función indelegable al minutero, que sí se desliza, perfectamente, en cumplimiento de su tarea de tal. Por otra parte y fundamentalmente: sesenta precisos golpes por minuto no tienen expresión gráfica, pero sí una auditiva, cálidamente acompañante.
—Esto es siempre de ese modo —dice el otro hombre, algo menos gordo, aunque tampoco tanto menos, desde la posición simétrica de oponente circunstancial del que podríamos considerar más robusto.
Son parecidos: redondos, calvos, colorados; sólo los diferencia una ligera disparidad de grosor. Podrían ser hermanos, hasta mellizos, quizás gemelos.
Una señora, cruelmente ataviada con un uniforme de mucama estandarizado, de color rosado, delantal, cuello y vivos blancos en las mangas y los bolsillos, les acerca en una bandeja metálica una tetera y dos tazas a la mesita redonda que, de alguna manera, los delimita y los separa. Tiene el pelo relativamente corto y teñido de rubio ceniza claro, unas pestañas muy largas y negras, que resaltan, y buenas formas, muy buenas… Las medias le dan a sus piernas la apariencia de estar bronceadas.
El más gordo sirve, sin volcar en las tazas otra cosa que no sea el líquido ambarino que surge de la tetera sin desprender humo alguno. Llama también la atención la ausencia de azúcar o algún otro edulcorante para la bebida. Se puede suponer que ya había sido edulcorada y que, probablemente, estaba algo fría.
La señora uniformada como mucama se aleja contoneándose. El menos gordo la mira fijo. Tendrá unos cuarenta y es bastante atractiva, piensa el tipo, sobre todo de atrás… Y terribles piernas.
Toman dos tazas cada uno, rápido, una inmediatamente después de la otra. Se encuentran risueños.
La voz del más gordo fluctúa y por momentos atruena un tanto. Habla apasionadamente acerca de una cuestión que resulta hermética, un discurso armado de palabras discontinuas.  
El otro hombre parece haberse perdido en sus propias cavilaciones.  
La mujer del uniforme estandarizado se asoma ligeramente y el tipo más gordo aprovecha para señalarle la tetera. El lazo del delantal marca la cintura fina que se abre hacia arriba y hacia abajo en mayores amplitudes redondeadas.
—Sólo llevo puesto lo que se me queda pegado por razones misteriosas, lo demás lo olvido —dice de pronto el gordo, desde el centro de la nada misma, sin otra explicación que el deseo de decirlo. 
—Terribles piernas —dice el otro, amparado, seguramente, en una concepción similar.

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