sábado, 14 de abril de 2012

Nunca nos vamos a bajar.

Los ojos fijos sobre la serpiente gris, extrañamente prolija para este rincón de mundo.
Voy jugando con el esponjoso freno trasero, como si se tratara de un pedal de Wah-wah, mientras tarareo "Hey Joe".
- ¡Que terrible canción! - ¡Que hermoso pedazo de negro hijo de mil putas! - La carita mirando titubeante la cámara, en ese show para la BBC.
- ¡No te distraigas imbécil, te vas a poner el montón de fierros de sombrero! 
- Quiero fumar un cigarrillo, tranquilo. - Salgo hacia un costado de la ruta.

Una marcha lenta... la segunda, y la pierna derecha recorriendo en forma circular la distancia que va desde el estribo hasta la parte trasera del asiento. Casi la totalidad del peso del cuerpo lento sobre el manubrio... - No estamos yendo del todo bien gaucho... Logro acomodarme, y un delicado y final toque al acelerador. Con sumo cuidado sigo en el intento de pararme. Viene la parte más difícil, la pierna izquierda abandona su apoyo y busca la posición correcta, casi sobre el tanque, al mismo tiempo que las manos dejan los manillares, y extiendo los brazos buscando equilibrio. Interminables décimas de segundo y estoy parado. Un infinitesimal rato, ya soy muy viejo, demasiado viejo y pelotudo. Las manos vuelven rápidamente a tomar el mando, y a paso seguido salto sobre el asiento revotando levemente, para luego subir los pies a los estribos y volver a la normalidad. Respiro profundo y siento alivio.
La mañana es más o menos agradable.
Enrosco y en tercera, pasado de vueltas, interrumpo un instante el paso de combustible, para atacar furioso hasta el tope.    
Después de un rato de llevar la rueda en alto, desacelero para que caiga, y con las dos ruedas firmes en el piso abandono el asfalto buscando la tierra. 
Un camino marcado por algunos vehículos que pasaron hace tiempo, un destino todavía no del todo cierto. 
No recuerdo demasiado, pasó mucho desde la ultima vez que anduve por acá.
Camino a los saltos por la pampa húmeda, que por estos días esta terriblemente seca. Deshilachadas matas de gruesos pastos verde amarillentos a mi paso.
Tengo que chocar contra el Río Salado y quizá después logre orientarme.   
La silueta de un lejano monte de Talas se va conformando. - Creo que voy bien. 
Desde el horizonte se me acerca ladrando un perro negro.
"Rancho Taura" va a rezar un cartel que todavía no puedo ver. Hubiese sido más correcto, probablemente, llamarlo: mitad de rancho taura, por su extrema pequeñez y su techo de una sola agua. 
La descomunal figura de mi hermano tranquiliza al perro. A más de cien metros ya veo su extensa sonrisa de bestia amable.

- Eramos muy chicos: once o doce él, nueve o diez yo. Nos gustaba jugar con fuego... y con pólvora... armar bombas que volaran paredes.
En uno de esos experimentos empece a perder un poco de audición.

- El loco sabe hacer una fantástica cazuela de conejo.

Nos sentamos a mirarnos.     

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