Lola
escribía cosas rarísimas, parsimoniosamente, con su letra redondeada y prolija,
en esos cuadernos chicos de espirales metálicos y hojas cuadriculadas, con
fotografías de animales salvajes en las tapas —le gustaban fundamentalmente las
de felinos: tigres, leones, panteras, guepardos, jaguares, etcétera— que
compraba en la librería escolar de la salamandra negra, sobre la Avenida Garay
antes de cortarse con Chiclana. “¿Qué hacés, te los comés los cuadernos, Lolita?”,
le decía el viejo lobo tordillo, Francisco, que atendía con su esmero quieto la
librería desde hacía infinidad de tiempo y que la conocía a Lola desde que era
una nena ínfima de trenzas y pecas, de seis o siete años, e iba con un
portafolios más grande que ella a la escuela de la vuelta, y Lola se sonreía
sin responderle porque de algún modo pensaba que de verdad se los comía, que no
podía dejar de comerlos, que eran su adicción incurable; como antes, en algún
momento, fueron las esculturas que realizaba con envases plásticos, polietileno,
alambres herrumbrados y espuma de poliuretano. Escribía en esos cuadernos todo
el tiempo, sin poder parar y, a veces, hacía extraños dibujos de figuras
humanas extremadamente delgadas, hombres o mujeres o neutrales, con algunos
rasgos bestiales, indescifrables, sobre los márgenes; figuras como las de las
esculturas, que fue dejando de hacer, de un día para el otro, porque ya no la
entusiasmaban, porque se fue cansando de la tarea de calentar el plástico y
darle forma, y pegar las diferentes piezas, y retorcer los alambres, y esgrimir
la espuma, y luego pintar, incansablemente, detalle a detalle; esculturas que todavía
cubrían el patio de la casa en la que Lola vivía con su mamá, Mariana.
Lola
no conocía México, pero siempre, últimamente, escribía acerca de México;
historias basadas en algo que había oído o que imaginaba haber oído por algún
lado, en televisión, seguramente, en documentales, quizás, vaya a saberse, le
encantaban los documentales; Lola imaginaba con constancia y un poco se le
mezclaban las palabras en círculos que ella pergeñaba con las escuchadas, “después,
en definitiva, no importa demasiado qué es verdad y qué no, no importa en lo
absoluto”, pensaba. “La gente elige creer cantidad de cuestiones por completo increíbles”,
se decía, permanentemente, como para habilitarse en la continuidad de su
delirio, lento, amable, dulce, narcótico...
Mariana,
la mamá de Lola, se preocupaba; juzgaba a Lola como extraña. Además, una mancha
oscura se extendía por la frente de su hija sin explicaciones médicas
convincentes. Mariana era creyente, evangelista, y quería que Lola la
acompañara a la iglesia para que la viera el pastor; Mariana creía
fervientemente en el Pastor, un elegido, un hombre de dios, creía en su
capacidad de ver más allá; Lola no aceptaba hacerlo, decía que el pastor era un
gordo lascivo. Mariana se irritaba frente a esas consideraciones de su hija.
Las
divagaciones de Lola se desprendían de cualquier tipo de lógica, eran
sucesiones, progresiones cada vez más incomprensibles; cuanto más
incomprensibles, más se entusiasmaba Lola. En oportunidades las leía en voz
alta para un auditorio imaginario, o para su gato.
Lola
era muy hermosa. Preciosa.
Para
la cena, Mariana sirvió dos platos de un brebaje pastoso…
—¿Qué
es esto?
—Una
sopa.
—¿De
qué?
—De
verduras.
—¿Verduras?
—Verduras.
—¿Qué
habrá sido de la vida de papá?
—Estará
muerto, seguro, de cirrosis; borracho de mierda…
En
oportunidades, Lola recordaba a su papá como una gran sombra errante, gigante,
las manos enormes, largo, un poco encorvado, lindo, picado de viruela, dulce,
extraño… Raro como ella. ¿Por qué no había vuelto a buscarla, a verla? Su mamá
lo había echado, le tiró las cosas a la calle… Pero él tendría que haber vuelto…
—¿En
qué pensás Lola? Sos rara Lola, sos rara.
A Lola
le gustaba tomar ginebra escondida, como a su papá.
—Me
caigo. Me muerdo. Me siento. Me levanto. Estoy viva. Estoy ciega. Estoy enferma
de sombras —le leía Lola a su gato.
¡Me gusta!
ResponderEliminarSaludos.
Muchísimas gracias por tus comentarios, Guillermo. Es alentador que alguien esté ahí leyendo y que tenga, encima, la buena voluntad de decir que le gusta. De verdad, muchas gracias. Abrazo.
ResponderEliminar