jueves, 23 de octubre de 2014

Una pena que se fuera

El ámbito educativo no logra excluirse de la maliciosa realidad que nos aqueja. Uno tiende a ver a la juventud como un tesoro pero la verdad es que son más o menos la misma cagada que el resto de la humanidad, salvo raras excepciones.

La Profesora Alcira Noemí Barrientos tenía una voz compleja, suntuosa, excelsa, equilibrada, profunda, luminosa, cargada de matices etéreos a la vez que de extraordinaria potencia; una de esas voces que hacen que las personas auditivamente sensibles, como podría ser yo en este caso sí corresponde decirlo, nos quedemos en absoluto silencio, atrapados por las insólitas, sutiles y exóticas modulaciones de las que son siempre capaces estas personas tan especiales. Además, sus palabras resonaban muy lúcidas; las escogía con un cuidado que se demoraba en sus perturbadores labios y después las largaba aladas con una convicción infrecuente para el ámbito lúgubre en el que estábamos inmersos.

Llegó apenas pasada la mitad del año, cuando se confirmó que el Profesor López, desgraciadamente, no iba a poder seguir adelante con su curso; estaba muy enfermo, se fue haciendo cada vez más notorio, la palidez, y ese tono amarillento (cadavérico) que iba tomando con el correr de los días. El estimado Profesor, Doctor Edelmiro “El Conejo” Raúl López Coronilla no era demasiado bueno en la materia, más bien era tirando a malo, pero era sumamente agradable en el trato, un verdadero señor con todas las letras necesarias y algunas más que le sobraban por si hicieran falta; a todos les provocó una enorme pena su situación de salud, de falta de ella, incluida la increíble señorita Barrientos, que lo primero que hizo cuando llegó fue dar un discurso que bien podría definirse como reivindicatorio de los mediocres planteos de López para la consideración del programa en cuestión y además expresó, sentidamente, que estaba segura de que el querido Profesor se recuperaría pronto y volvería para tomar el cargo que era suyo y de nadie más, indubitablemente.
Estaba todo el mundo detenido en un escarpado silencio cuando Alfredo, el secretario administrativo, con su voz de silbato ahogado en whisky, les había comentado en la puerta que El Conejo López no podría ya seguir con las clases, que venía una tal Barrientos a remplazarlo hoy mismo. Y entonces, apareció ella caminando lentamente cimbreante por el pasillo abovedado. Olía fantástico. Un perfume dulce y penetrante.
Entró, hizo un gesto con la mano para que se sentaran, dejó el bolso sobre la silla y apoyada en el escritorio dijo sus primeras palabras para el auditorio expectante.
—Creo que ya todos saben que el Doctor López va a necesitar un tiempo para recuperarse de una afección. Esta es, sin duda, su cátedra y él ha dejado muy claros los lineamientos desde los que vamos a seguir, sin apartarnos…
Aquel primer día, ella vino vestida de manera esmerada y siguiendo el estilo que se suele indicar como conveniente para su rol en una casa de estudios de la categoría de la nuestra. Tenía un buen cuerpo. Un inocultable buen cuerpo. ¡Impresionante cuerpo! Se había puesto una camisa holgada y oscura que trasladaba la atención a lo que cubría su pollera larga y clara, y a lo que, a su vez, se podía intuir de sus estilizadas piernas morenas.
El más evidentemente entusiasmado con las formas físicas de la Profesora era El Chino Elvio Suarez, un tipo extremadamente tranquilo, de limitadas palabras al aire, que nunca había hecho hasta el momento comentarios de esa índole en ningún caso, pero que no evitó, para la oportunidad, mostrarse claramente conmocionado por la armónica rotundez conteniente de circularidades inconcebibles de la hermosísima Profesora Alcira Barrientos.
—Está tremendamente buena —le dijo Suarez a El Polaco Mondicconi, que asintió sin visos de entusiasmo, según su arraigada costumbre de economía gestual exacerbada.
Las mujeres del curso fueron inmediatamente muy críticas de la nueva Profesora, en casi todos sus aspectos, centrándose fundamentalmente en la indumentaria, maquillaje, disposición corporal… Salvo Loana Bohn, a la que le solía caer bien la totalidad de la gente hasta que demostraran fehacientemente y en más de dos o tres o cuatro oportunidades claras, por lo menos, como mínimo, que no eran del todo merecedoras de su amplia simpatía casi irrestricta, que siempre, aún después de decidir un cambio al respecto, no se cortaba nunca totalmente porque “la gente merece una segunda oportunidad y hasta a veces una tercera o una cuarta”.

La verdad es que el núcleo duro de oposición a la Profesora se basaba más que nada en el racismo, así lo pensaba Loana y así se lo comentó a Suarez, que coincidió completamente; aunque entre las mujeres se sumaba a este punto el hecho de que fuera tan extraordinariamente atractiva, sumó Suarez y Loana coincidió de inmediato. 
Suarez amaba calladamente a Loana Bohn desde que se cruzaron hacía unos meses, y Loana le dispensaba un fraternal afecto que a veces Suarez no lograba no demostrar que lo martirizaba en profundidad.
En ese instante, Suarez pensó que de alguna manera Alcira era el total extremo contrario de Loana pero que sin embargo algo inexplicable las unía. “En el plano intelectual”, pensó… Pero no estaba seguro de que así fuera, y después de pensarlo un rato, concluyó que probablemente las emparentara algo menos discernible, “algo metafísico”. “Las dos están buenísimas”, se confesó minutos más tarde.

En la segunda clase de la Profesora Barrientos se comenzó a hacer innegable el conflicto: llegó con su cabello ensortijado completamente abierto y con un vestido azul que dejaba vislumbrar la inmensidad de sus categóricos detalles.
—Esta negra, ¿qué carajo se cree? —fue la voz coral que disparó su salida esa tarde y que la siguió acompañando durante su corta estadía en los claustros abúlicos de nuestro amado establecimiento en franca decadencia.
Sólo nos apenó la circunstancia a nosotros: a Loana, El Chino, se podría decir que al Polaco, pese a su apatía, y a mí. El resto de los boludos se dejaron llevar de las narices.

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