jueves, 23 de octubre de 2014

Cómo son a veces las cosas

Mi amigo, El Sordo Ruiz, me había citado para esa hora en aquella esquina, y cuando estoy llegando, lo veo entrar en un negocio lujoso, que parecía ser de decoración o algo así, aunque pretendía ser una galería de arte, y lo sigo, y cuando estoy adentro escuchó que le decía a una chica delgadita, muy linda, de unos veinticinco años, más o menos, morocha, preciosa, que a él le chupaban un huevo el mercado y sus tendencias y esas estupideces, que él pintaba lo que le iban dictando las bolas y que defecaba en las opiniones de todos esos infradotados que se creían los dueños del destino del arte y eran unos terribles pelotudos inservibles.
—Además, te digo una cosa —siguió expresando El Sordo, ensimismado—, decíle a María que no me mande más al gordo marica ese, con los ojitos pintados, amiguito de ella, que se las sabe todas y una vuelta más, porque se lo devuelvo desmembrado en una bolsa.
Recién en ese momento me ve y me saluda con una palmada en la espalda.
La chica lo miraba espantada. Es que El Sordo grita siempre como un loco porque es sordo, y cuando está sacado encima mueve los brazos como si fueran las aspas de una hélice, y además es muy grandote y pone unas caras feísimas. Pero es un tipo muy bueno, terriblemente.
—Y decíle que no te haga llamarme más y que no se le ocurra mandarme a nadie; decíle que en diez días traigo todo y que no rompa—. Después se le acercó, le tomó dulcemente la mano y le dio un beso en la mejilla. La pobre nenita temblaba, me dio muchísima pena. ¡Es un caramelo! ¡Tremenda pendeja!
—Ahora vamos, Gitano, vamos a comer algo que tengo mucho hambre —me dijo, y salimos.
En la calle ya estaba tranquilo, sonreía con esa sonrisa suya recostada sobre la izquierda y caminaba saltando.
—La galería esta es un despelote de lujo, impresionante —le comenté.
—La misma mierda que todas —me respondió, tajante.
Fuimos a comer a un bodegón a un par de cuadras, a mitad de camino de su taller. Un lugar que se ve que frecuentaba porque lo saludaba con afecto todo el mundo. Comimos un abadejo con salsa del infierno y papas españolas, y nos tomamos una botella de un whisky, supuestamente escoces, medio espantoso tirando a bastante, que era el único que tenían, según ellos, razonable.
La cuestión fundamental del Sordo por esos días pasaba por la moto que se estaba armando, pero tenía que entregar las “putas pinturas” y eso le estaba empezando a preocupar.
—No tengo ganas de pintar un carajo —me confesó con el último trago de whisky.
Cuando llegamos al taller nos pusimos a trabajar en la moto, que era para lo que me había llamado, para que lo ayudara a poner el motor y terminar de armarla.
—¿Por qué no pintas la moto, Sordo? —se me ocurrió decirle en ese momento.
—Tenés razón, Gitano querido, la puta madre de dios, ¡qué buena idea! ¡Excelente! Pinto pedazos de vistas de la moto en unos cuantos lienzos y les llevamos la moto terminada y la ponemos en la mitad de la sala y que me chupen el culo en hilera. 
Hizo eso, exactamente, y fue un éxito de público y crítica. De verdad te digo; hasta le gustó al gordito antipático, oledor de mierda, amigo de María, la dueña de la galería, que se notaba bien claro que lo odiaba al Sordo. Cómo son a veces las cosas. ¡Qué lo parió! ¿Vos sabés que El Sordo se terminó poniendo de novio con la chiquita de la galería, la secretaria? Un poema. Me dijo que me va a presentar a la hermana.               

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