jueves, 8 de agosto de 2013

Notas de traducción: un accidente menor.

Un accidente muy menor, casi insignificante contrastándolo contra lo que nos toca ver todo el tiempo por acá en nuestra enfurecida ciudad: un motociclista, que aparentemente habiendo sido tocado en la rueda trasera por un taxi, perdió la estabilidad. No alcanzo a caerse, pero su pierna derecha sufrió las consecuencias de mantener el equilibrio de la moto. Un fuerte golpe. Según lo que le pude escuchar decir le dolía bastante, sobre todo a la altura de la rodilla, tenía temor de haberse roto algo, algún ligamento por ejemplo. Por suerte venía por la derecha, en la mano pegada a la línea de estacionamiento, y en esa cuadra no se encontraba ningún auto estacionado, a pesar de que todavía era relativamente temprano y no regía la prohibición de hacerlo. Pudo contener la moto y dominarla justo antes de golpear contra el cordón. El taxista no se detuvo y no había nadie que hubiese visto nada. Dos móviles de policía, con las estridentes luces color turquesa encendidas, detenidos al costado de la avenida; uno de culata contra el cordón, antes de la moto, y el otro en paralelo, después. El chico que conducía la moto, de unos veinte años, estatura media, morocho, delgado, mantenía su pierna derecha encogida y le explicaba a los policías lo sucedido. Hablaba con total corrección. De pronto me llamó la atención el tono utilizado por uno en particular de los agentes del supuesto orden, un tipo de estatura baja, pelirrojo, alrededor de veinte, quizás veinticinco años, y con un permanente gesto prepotente. Primero, le pidió los papeles -registro, seguro, cédula verde- en términos más que imperativos; luego, le recrimino que llevara el casco en el brazo. Me lo saqué ahora, le respondió tajantemente el motociclista, que a esa altura había empezado a molestarse con la actitud del joven oficial de policía extraído de la peor parte de nosotros mismos. Muy atinadamente una señora rubia, alta, elegantemente vestida, bastante bonita, de alrededor de cincuenta, preguntó si se había llamado a emergencias médicas para que le dieran asistencia al chico, uno de los otros policías contestó que sí que ya había llamado. El animalito altanero vestido de azul parecía decidido a seguir incomodando al herido; hasta que un señor gordo, alto, de unos sesenta años se cruzó entre ambos, y disponiéndose a poner verdadero orden: hizo que el herido se sentara en el cordón, que los policías subieran la moto a la vereda, le comentó al motociclista que el negocio de repuestos del automotor, a apenas unos metros, era de él, y que él se iba a ocupar personalmente de cuidar la moto; que seguramente, cuando llegara la ambulancia, lo iban a llevar al hospital para hacerle unas placas radiográficas, que probablemente no tuviera más que él golpe, que se quedara tranquilo. Le repitió que él le cuidaba la moto. Cuando llegaron los de la ambulancia, y tal lo previsto, se llevaron al pibe al hospital a hacerle unas placas, el gordo lo despidió con una palmada cariñosa en la mejilla y volvió a insistir con que se quedara absolutamente tranquilo que él le cuidaba la moto, que no se hiciera el más mínimo problema; después les soltó a los canas que fueran a ver si podían enganchar a algún delincuente, y enfiló a paso saltarín para su negocio. No pude vencer la tentación de seguir al gordo, y al estar ya en su negocio, estrecharlo en un fuerte abrazo y darle mis emocionadas gracias y un beso, en nombre de mi decreciente fe en la humanidad, ahora un poco fortalecida a consecuencia de su actuar.

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