El hombre
tembloroso le pidió un bolígrafo y un café al tipo que atendía el bar al paso.
Sacó del bolsillo posterior de su pantalón azul gastado una hoja de papel blanco,
sin renglones, prolijamente doblada en cuatro, y un sobre mínimo, también
blanco, doblado en dos. Desplegó la hoja, desplegó el sobre, tomó el café de un
sorbo y escribió, lentamente, cuidadosamente, buscando la mejor caligrafía
posible.
Sos una
persona muy poderosa, muy, sumamente, y por eso te vas a poder esconder atrás
de un muro de dieciocho metros de alto y vas a poder poner electricidad en él,
para que sea completamente imposible escalarlo, y vas a poder salir a la calle,
cuando salgas, con un auto blindado y ropa especial y una corte de
guardaespaldas cargados de armas… pero en un instante te vas a distraer y,
entonces, voy a estar ahí con una navajita insignificante para que entre por
alguna de tus sienes la justicia que me negaste.
Un par de
horas más tarde, la hoja estaba en un cesto de basura debajo del escritorio del
destinatario. La promesa, sin embargo, permaneció frente a sus ojos hasta el
día de su muerte.
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