domingo, 30 de marzo de 2014

Ayer, ahora y, probablemente, mañana.

ÉL caminaba por esas calles buscando, de algún modo, asimilarlas a sus recuerdos sin acertar a conseguirlo. A pasos lentos, pesados, arrastrando sobre todo el pie derecho. Todo se encontraba completamente distinto. Se cruzó por su mente un dibujo en lápiz, desde casi esa visión, que había hecho su hermano hacía demasiado. Demasiados años habían transcurrido y las ciudades mutan, al ritmo vertiginoso que imponen las reglas del mercado, con sus distintos tipos de desarrolladores de tendencias dejando señales, acá y allá, por todos lados, de éxitos y fracasos, capas aluvionales de oscilantes momentos de mercado. Voces reverberando, pasado líquido circulante… Se detuvo ante la vidriera de una casa de reparación y venta de controles remoto, básicamente lo que llamó su atención fue la manera en que se encontraban dispuestas las piezas de ese extrañísimo rompecabezas comercial, brillante y helado: la extrema prolijidad y limpieza, la estruendosamente blanca iluminación de quirófano sólo cortada por una línea de neón azul que formaba la palabra control. Control, se quedó pensando. Entre los aparatos expuestos había uno idéntico al de su viejo equipo de audio, el que le regalaron sus padres cuando terminó el colegio y todavía conservaba, resaltaba claramente por su tamaño exagerado, enorme, duplicaba con holgura al más grande de los otros. Preguntó por el valor y se sorprendió, pedían por la extraordinaria reliquia algo así como lo que él creía que valía su equipo entero. Quiso seguir caminando un rato por las calles que habían sido sus calles, hace tiempo, pero que ahora eran el reflejo extraño de una vida que desconocía definitivamente, que no tenía puntos de contacto con su vida, como si hubiesen pasado mucho más que años; eso entrevió, y probablemente fuera cierto. Se dirigió resignado hacía el auto para irse. No sabía qué había ido a buscar y lo que haya sido no lo encontró ni por aproximación. La tarde se alejaba y se acercaba la noche. Una rotura en el asfalto dejaba ver un tramo de antiguos adoquines y varios metros de rieles brillantes; algunas gotas de agua brotaban aisladas sobre las piedras. Subió al auto, puso la llave en el tambor y se quedó mirando a una mujer que venía a su encuentro. Delgada, chiquita, una melena enrulada que no llegaba a los hombros, las piernas agiles a las que se le juntaban un poco las rodillas, los lentes, los ojos, las pecas. Era Laura.
Era ella, absolutamente ella, pensó; esa sonrisa preciosa, potente, blanca, en la que se separaban unos milímetros los grandes incisivos superiores, la mirada transparente y la voz, tocando su nombre, como una caricia.
Pasó tanto tiempo… tanto… Tanto destino corrió desbocado.
—Hola. ¿Cómo estás?
—Bien, bien, acá estoy.
—Vení, vamos a tomar un café, a charlar. La librería esa es mía. Vamos al barcito de al lado.
—Estás hermosa —le dijo él en un suspiro y ella lo miraba sonriendo. Se tomaron de las manos.
—Vos, estás bien, lindo, muy flaco —Laura le pasó cariñosamente la palma de su mano izquierda por la mejilla primero y luego por la superficie del pelo.
—Consumido.
—¡No! Estás mucho más lindo, los años te aportaron carácter. Tenés el pelo como lo tenía tu papá, gris azulado. ¿Cómo están ellos? ¿Y tú hermano?
—Los viejos murieron hace unos seis meses, uno atrás del otro, mamá de un infarto cerebral y papá del corazón. Juan vive en Paraguay.
—Yo tengo un hijo de cinco años, se llama Ramiro, es un sol. Lo tuve con Mario. Estuvimos casados unos cuantos años. ¿Sabías? Mario desapareció apenas nació Ramiro, se lo trago la tierra.
—Está en Paraguay con Juan.
—¿Lo viste?
—No, hará cosa de un mes hablé con Juan y me dijo. Estaban trabajando juntos.
—Bueno, espero que le vaya bien. Contame de vos, por favor.
—Yo, nada, poco, nada.
—Esa elocuencia tuya.
—Recién ahora me estoy acomodando un poco.
—Supe del problema que tuviste... Y de lo que te pasó después.
A Martín le habían pasado por encima un par de largos años de cárcel, por un tema de drogas, sólo consumo, malinterpretado por diferentes jueces, en sucesivas instancias del servicio de justicia, con lo que sabemos que la cárcel implica, y después, para terminar de ayudarlo en su problemática, una paliza de psiquiatrización, en varias cuotas, cada vez más costosas.
Laura lo miraba pensando que el cúmulo de desgracia parecía no haberlo lastimado de forma tan severa, que tenía una cara armoniosa y apacible, que su voz era firme y agradablemente profunda. Se detuvo en la cicatriz que le cruzaba el pómulo derecho, en la nariz ligeramente aplastada pero bella, en las manos grandes y los dedos largos, en los brazos fuertes, en los vestigios de suicidio en las muñecas, en los labios finos, en los ojos cargados.
—¿Seguís cantando? —pregunto ella, levantando graciosamente los hombros e impostando expectativa.
—No, ya no. A veces tengo ganas, pero la verdad, no. Hace mucho que no canto.
—Tenés que cantar, lo hacías fantástico. Me acuerdo de las fiestas que armábamos, vos siempre con tu guitarra, cantando. Habías hecho una canción muy hermosa que decía algo de un sendero en una montaña a donde no llegaba nunca la luz… ¿Algo así, no?
Unos segundos de silencio y el desierto, que ella no había visto nunca, hasta ese momento, y que ahora se evidenciaba en la mirada de Martín. La marca de la locura podía ser ese vacío, pensó ella.
—¿No ves a nadie, no? —dijo Laura.
—No —respondió, seco, Martín.
—Fui armando la librería y no me está yendo mal, por suerte. Es linda, ¿la viste? Tengo de todo, es chica pero tengo de todo un poquito. La empecé a armar hace dos años y bien, muy bien, por suerte. Bueno, a la suerte hay que ayudarla… Ese es un lugar común, bastante estúpido, pero hago lo que puedo.
El barcito los había ido dejando solos, la chica que atendía el mostrador y las mesas fumaba un demorado cigarrillo afuera. 
Se despidieron sin mirarse. Se pusieron de acuerdo. Ella sintió que sería muy complicado hacerle un lugar en su vida y él que sí algo salía mal no iba a poder soportarlo.

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