Debajo
de dos mascaras insulsas de porcelana blanca, que se podría afirmar que pretenden
representar la comedia y la tragedia, conversan dos tipos.
—Sería
pertinente decirse un poco la verdad, una parte mínima por lo menos —dice uno de ellos, un señor
gordo, indescifrablemente desparramado en un sillón de estilo similar al Luis XV,
masajeándose la sien derecha con la conjunción de la palma y el pulgar del mismo
lado y levantando la rodilla correspondiente al hemisferio contrario en una
rutina de cierta irregularidad y, por consiguiente, de intermitencia difícilmente
comprensible para la lógica rítmica que suele habitar la consciencia—. Las
personas buscamos el punto más alto para nosotras. Imaginamos la cumbre de
perfección, desde la que queremos ver el mundo, e intentamos subirnos… Ser los
mejores, los más fuertes, perfectos —se detiene abruptamente.
El
antiquísimo y hermoso reloj de péndulo, a un costado, no marca ninguna hora porque le falta la
manecilla que tendría que cumplir esa función indelegable al minutero, que sí se
desliza, perfectamente, en cumplimiento de su tarea de tal. Por otra parte y
fundamentalmente: sesenta precisos golpes por minuto no tienen expresión gráfica,
pero sí una auditiva, cálidamente acompañante.
—Esto
es siempre de ese modo —dice el otro hombre, algo menos gordo, aunque tampoco
tanto menos, desde la posición simétrica de oponente circunstancial del que podríamos
considerar más robusto.
Son
parecidos: redondos, calvos, colorados; sólo los diferencia una ligera disparidad
de grosor. Podrían ser hermanos, hasta mellizos, quizás gemelos.
Una
señora, cruelmente ataviada con un uniforme de mucama estandarizado, de color rosado,
delantal, cuello y vivos blancos en las mangas y los bolsillos, les acerca en
una bandeja metálica una tetera y dos tazas a la mesita redonda que, de alguna
manera, los delimita y los separa. Tiene el pelo relativamente corto y teñido
de rubio ceniza claro, unas pestañas muy largas y negras, que resaltan, y
buenas formas, muy buenas… Las medias le dan a sus piernas la apariencia de
estar bronceadas.
El
más gordo sirve, sin volcar en las tazas otra cosa que no sea el líquido ambarino
que surge de la tetera sin desprender humo alguno. Llama también la atención la
ausencia de azúcar o algún otro edulcorante para la bebida. Se puede suponer
que ya había sido edulcorada y que, probablemente, estaba algo fría.
La
señora uniformada como mucama se aleja contoneándose. El menos gordo la mira
fijo. Tendrá unos cuarenta y es bastante atractiva, piensa el tipo, sobre todo
de atrás… Y terribles piernas.
Toman
dos tazas cada uno, rápido, una inmediatamente después de la otra. Se
encuentran risueños.
La
voz del más gordo fluctúa y por momentos atruena un tanto. Habla
apasionadamente acerca de una cuestión que resulta hermética, un discurso
armado de palabras discontinuas.
El
otro hombre parece haberse perdido en sus propias cavilaciones.
La mujer
del uniforme estandarizado se asoma ligeramente y el tipo más gordo aprovecha
para señalarle la tetera. El lazo del delantal marca la cintura fina que se
abre hacia arriba y hacia abajo en mayores amplitudes redondeadas.
—Sólo
llevo puesto lo que se me queda pegado por razones misteriosas, lo demás lo
olvido —dice de pronto el gordo, desde el centro de la nada misma, sin otra
explicación que el deseo de decirlo.
—Terribles
piernas —dice el otro, amparado, seguramente, en una concepción similar.
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