Un
bramido de asfalto con reflejos azules; perfecto, ilimitado, sin restricciones.
Me dieron un auto terrible para ir con él hacia mi destino por este camino
soñado. La mejor ruta posible, me dijeron… A esta hora no hay absolutamente nadie.
El
tiempo pasa muy rápido, en un abrir y cerrar de ojos; como los detalles que se
suceden indefinidos a los costados. Entrecierro la mirada buscando
concentración y me afirmo en el volante. Una recta infinita y un punto impreciso
en el horizonte.
—El
futuro es eso: un punto impreciso en el horizonte…, que avanza con nosotros en
dirección al vacío.
Fui
demasiadas cosas en la vida y a la vez pienso que no he sido enteramente nada.
—Furia
—de eso he sido bastante—.
Imágenes
como palabras y palabras que son imágenes… —y a lo único que importa, por lo
general, no se lo puede nombrar—. Y el sonido inmanente en esa —furia— que no
me dejó nunca de acompañar, ni en los sueños más livianos y calmos, los
anteriores a las tormentas voraces… Porque a la calma más tibia la siguió
siempre una tormenta brutal. Es así, por lo menos en mi camino lo ha sido.
—El
motor es la esencia.
¡Qué
hermoso suena! Los graves adheridos al piso y las alas flotando por arriba de
la consciencia.
Mamá
cantaba cuando íbamos en su autito todos apretados a algún lado. Algún viaje de
vacaciones o los trayectos más cotidianos a la casa de los abuelos; cantaba con
su vocecita desatada canciones cubiertas de esa dulce esperanza que ella tenía
en cada momento, canciones que hablaban de lo bueno que estaba por llegar.
—Mi
voz ha sido tan lo contrario.
Áspero
silencio oscuro y mordido seguido de truenos de embriagada desesperanza.
Canto
entre dientes la balada del convencido profundo en la profunda inutilidad…
—¿Cuándo
habré dejado el sedante placer de la ruta por la que iba?
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