El
amor es un juego extraño que se juega con reglas incomprensibles; el verdadero,
no el supuesto de los que se enamoran de aquello de lo que se deben enamorar.
Las
mesitas agrietadas de madera y las de plástico corrompido y las sillas de
colores despintados…, las paredes grises con brotes ennegrecidos y las
guirnaldas despedazadas y los residuos de banderines turbios…, el mostrador de
estaño, las botellas, los vasos oscurecidos y la campana opaca sobre la bandeja
de sándwiches..., y las moscas enormes. Una foto de un alazán tostado de manos
blancas pasando al trote por el disco de Palermo, con el jockey paradito con la
fusta bajo el brazo… Y varios campeones de diferentes pesos con diferentes
niveles de distorsión en las alegres caras trompeadas… Y, por encima de aquello
y de lo que hubiera, el amarillento retrato del eterno zorzal sonriente que
todavía sigue cantando las canciones de esa ciudad que se va a morir cuando él
no cante… El gallego que no era gallego, que había nacido en Valladolid, y llegó
de allá con dos años recién cumplidos, para ser más tanguero que nadie y silbar
bien fuerte, vibrante y hermoso las repiqueteantes notas agoreras.
Suena
la cruel verdad de Discépolo que dice que vamos a ver que todo es mentira.
En
este pedazo el tango vive como no puede vivir en otros: en el arroyo negro que
ni se mueve, en los fierros retorcidos, en los residuos hechos montaña, en las
miradas que quedaron clavadas.
Cuna
de nacidos muertos, de gorriones con las alas rotas, de vírgenes golpeadas y violadas,
de carne predestinada para el presidio, de putas que aman bastante por monedas
inexistentes y de boxeadores que perdieron todas.
El
gallego dice que la máquina de café no funciona desde hace dos días, que le
falta un repuesto; que mañana, con suerte, se lo solucionan.
El
ingeniero pidió caña quemada e hizo que yo también tomara una.
Se
pelearon por un pollo en el patio pegado a la escuela y el petiso pelado salió
herido de púa en la pierna. La madre del petiso le lloraba al gallego. Qué
petiso complicado, no hay día que no esté en un barullo.
Igual,
el sol acariciaba la tarde que, como no podía ser de otro modo, tenía un dulce olor
a podrido.
Tipo
raro el ingeniero. Más raro desde que el hermano se voló el mate.
El
gallego nos contó a su forma la historia de Tanita y el hombre de la cara de
caballo. Yo ya la conocía en detalle.
El
hombre de la cara de caballo estaba permanentemente solo; parecía deshecho,
siempre; como tirado en un rincón al margen, en el mismo rincón al margen cada
día atrás de cada día lento. Los viejos roncos de los naipes lo invitaban a
jugar pero él no aceptaba, jamás; se quedaba en su mesa del final garabateando
un cuaderno engrasado. Generalmente tomaba ginebra pura, aunque en algunas
oportunidades, muy de vez en cuando, la mezclaba con agua tónica y limón; una
botellita de trescientos cincuenta centímetros cúbicos y un par de rodajas para
acompañar varias ginebras bien servidas.
—Tengo
cierto malestar —decía, mientras señalaba con sus percudidas manos gigantes desde
la boca hacia el estómago.
Casi
no comía nada, alguna ligera picada, a veces: aceitunas, queso duro, pan
tostado.
No
se sabía de él, sólo que trabajaba en el corralón grande, de sereno.
No
parecía ser muy viejo, alrededor de cincuenta muy mal llevados, pero daba todo
el tiempo la impresión de estar tremendamente cansado. Sucio, roto, rengo, desprolijo,
medio muerto, acabado. Aureolas negras alrededor de los ojos amarillos entrecerrados.
El
mozo colorado loquito lo atendía con su buena disposición desequilibrada y
decía que el hombre de la cara de caballo estaba escribiendo algo así como una desahuciada
despedida inabarcable que daba vueltas de carnero y no iba a terminar de saludar
nunca a la exigua platea expectante. No sé de dónde saca esas ideas para
explicar cómo explica, el colorado.
—Los
que andan así, como este, son los peores locos —largaba el mozo loquito.
—Vos
de locos sabes bastante —le respondía el gallego.
Nadie
podría decir cómo fue que Tanita concluyó sentada en la mesita roja del final del
último bar del puerto con el hombre de la cara de caballo escuchándola contar
su vidita en lentos susurros ásperos. Una tarde apareció ahí, sentadita de
piernas cruzadas y tomando un jugo de naranjas y comiendo un sándwich de
salchichón y tomate.
Tanita
vendía flores, pequeñas flores simples en minúsculos ramos apretados, para que
los marineros que volvían llegaran con algo.
La
tristeza que se hace continuidad es una enfermedad temible. El hombre con la
cara de caballo parecía insalvable. Sin embargo se terminó salvando, por unos
días, en el insólito amor a Tanita. Ninguna salvación es definitiva,
desgraciadamente las cosas son de esa manera… Y más acá que en ningún lado.
La
vida es mucho mejor en los bares; más fácil, más llevadera, menos cruda, menos
amarga. Son algo así como un nido para los pájaros que no tienen. Aún el último
bar del puerto.
Tanita
era chiquita, una nena todavía; de esas nenas a las que las calles les enseñan
demasiado, salvajemente rápido. El pelo como varón y una cicatriz que le cortaba
la sonrisa compleja y una parte de la naricita; las delgadas piernas quebradas,
cubiertas por un pantalón azul bien holgado. Le había pegado un auto en la
avenida, hace dos o tres años. Estuvo más de seis meses en el hospital. Solita,
pobre… ¡siempre! La iba a ver sólo el gallego y una vieja del barrio.
El
rancho de atrás del corralón grande se hizo hogar y se pintó de brillante blanco
en los ladrillos y de verde en las chapas y la madera. Tanita usaba lindos vestidos
de flores. El hombre de la cara de caballo aprendió a bailar de las manos de su
amada princesa chiquitita. Estuvieron levemente felices un tiempo.
Después,
como era de esperar, la ley les cortó los restos de alas a los gorriones.
No
se los vio más, a ninguno.
Igual,
el sol acariciaba la tarde apenas fresca que, como no podía ser de otro modo, inevitablemente,
tenía un dulce olor a podrido.
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