Estaba
contenta porque había hecho confeccionar unas cortinas nuevas, medio
anaranjadas, y las había colgado. Después de colgarlas lavó una manzana y se la
comió mirándolas. Y cuando él llegó lo saludó, le dio un beso ruidoso, y lo
miraba sonriente, sin decirle nada del cambio, porque esperaba que se diera
cuenta sin necesidad de hacérselo notar.
—No estoy
dando rodeos de ningún tipo, no quiero complicar las cosas; no te quiero decir
nada extraño ni difícil de decir, quiero decirte lo que voy pensando, con la
dificultad con la que lo voy pensando, qué es mucha, de verdad; y no sé sí es
extraño o no es extraño pero es lo que voy pensando y te lo explico de la
manera que puedo, porque lo que se ve a simple vista no merece mayores
discusiones pero el problema es lo otro —dijo tratando de encontrarle los ojos,
y después se quedó un rato más buscándolos en silencio.
Debajo de
cada uno de los suyos había un corte oscuro que se iba profundizando, y por
encima la mirada afiebrada; y se oía, muy despacio, la voz ronca saliendo con
dificultad de la boca que apenas se movía.
Ella mirando
al piso.
—Estoy
cansada —dijo.
—Bueno
—emitió él, resignado.
—Vamos a
caminar un poco; salgamos, dale —dijo alguien, que no era ninguno de los dos y
que no estaba presente, ahí, en ese momento.
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