Mi
amigo, El Sordo Ruiz, me había citado para esa hora en aquella esquina, y
cuando estoy llegando, lo veo entrar en un negocio lujoso, que parecía ser de
decoración o algo así, aunque pretendía ser una galería de arte, y lo sigo, y
cuando estoy adentro escuchó que le decía a una chica delgadita, muy linda, de
unos veinticinco años, más o menos, morocha, preciosa, que a él le chupaban un
huevo el mercado y sus tendencias y esas estupideces, que él pintaba lo que le iban
dictando las bolas y que defecaba en las opiniones de todos esos infradotados
que se creían los dueños del destino del arte y eran unos terribles pelotudos
inservibles.
—Además,
te digo una cosa —siguió expresando El Sordo, ensimismado—, decíle a María que
no me mande más al gordo marica ese, con los ojitos pintados, amiguito de ella,
que se las sabe todas y una vuelta más, porque se lo devuelvo desmembrado en
una bolsa.
Recién
en ese momento me ve y me saluda con una palmada en la espalda.
La
chica lo miraba espantada. Es que El Sordo grita siempre como un loco porque es
sordo, y cuando está sacado encima mueve los brazos como si fueran las aspas de
una hélice, y además es muy grandote y pone unas caras feísimas. Pero es un
tipo muy bueno, terriblemente.
—Y
decíle que no te haga llamarme más y que no se le ocurra mandarme a nadie;
decíle que en diez días traigo todo y que no rompa—. Después se le acercó, le
tomó dulcemente la mano y le dio un beso en la mejilla. La pobre nenita
temblaba, me dio muchísima pena. ¡Es un caramelo! ¡Tremenda pendeja!
—Ahora
vamos, Gitano, vamos a comer algo que tengo mucho hambre —me dijo, y salimos.
En
la calle ya estaba tranquilo, sonreía con esa sonrisa suya recostada sobre la
izquierda y caminaba saltando.
—La
galería esta es un despelote de lujo, impresionante —le comenté.
—La
misma mierda que todas —me respondió, tajante.
Fuimos
a comer a un bodegón a un par de cuadras, a mitad de camino de su taller. Un
lugar que se ve que frecuentaba porque lo saludaba con afecto todo el mundo. Comimos
un abadejo con salsa del infierno y papas españolas, y nos tomamos una botella
de un whisky, supuestamente escoces, medio espantoso tirando a bastante, que
era el único que tenían, según ellos, razonable.
La
cuestión fundamental del Sordo por esos días pasaba por la moto que se estaba
armando, pero tenía que entregar las “putas pinturas” y eso le estaba empezando
a preocupar.
—No
tengo ganas de pintar un carajo —me confesó con el último trago de whisky.
Cuando
llegamos al taller nos pusimos a trabajar en la moto, que era para lo que me
había llamado, para que lo ayudara a poner el motor y terminar de armarla.
—¿Por
qué no pintas la moto, Sordo? —se me ocurrió decirle en ese momento.
—Tenés
razón, Gitano querido, la puta madre de dios, ¡qué buena idea! ¡Excelente! Pinto
pedazos de vistas de la moto en unos cuantos lienzos y les llevamos la moto
terminada y la ponemos en la mitad de la sala y que me chupen el culo en
hilera.
Hizo
eso, exactamente, y fue un éxito de público y crítica. De verdad te digo; hasta
le gustó al gordito antipático, oledor de mierda, amigo de María, la dueña de
la galería, que se notaba bien claro que lo odiaba al Sordo. Cómo son a veces
las cosas. ¡Qué lo parió! ¿Vos sabés que El Sordo se terminó poniendo de novio
con la chiquita de la galería, la secretaria? Un poema. Me dijo que me va a
presentar a la hermana.
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