El
ámbito educativo no logra excluirse de la maliciosa realidad que nos aqueja.
Uno tiende a ver a la juventud como un tesoro pero la verdad es que son más o
menos la misma cagada que el resto de la humanidad, salvo raras excepciones.
La Profesora Alcira Noemí Barrientos tenía una voz compleja, suntuosa, excelsa, equilibrada, profunda, luminosa, cargada de matices etéreos a la vez que de extraordinaria potencia; una de esas voces que hacen que las personas auditivamente sensibles, como podría ser yo en este caso sí corresponde decirlo, nos quedemos en absoluto silencio, atrapados por las insólitas, sutiles y exóticas modulaciones de las que son siempre capaces estas personas tan especiales. Además, sus palabras resonaban muy lúcidas; las escogía con un cuidado que se demoraba en sus perturbadores labios y después las largaba aladas con una convicción infrecuente para el ámbito lúgubre en el que estábamos inmersos.
Llegó
apenas pasada la mitad del año, cuando se confirmó que el Profesor López,
desgraciadamente, no iba a poder seguir adelante con su curso; estaba muy
enfermo, se fue haciendo cada vez más notorio, la palidez, y ese tono
amarillento (cadavérico) que iba tomando con el correr de los días. El estimado
Profesor, Doctor Edelmiro “El Conejo” Raúl López Coronilla no era demasiado
bueno en la materia, más bien era tirando a malo, pero era sumamente agradable
en el trato, un verdadero señor con todas las letras necesarias y algunas más
que le sobraban por si hicieran falta; a todos les provocó una enorme pena su
situación de salud, de falta de ella, incluida la increíble señorita
Barrientos, que lo primero que hizo cuando llegó fue dar un discurso que bien
podría definirse como reivindicatorio de los mediocres planteos de López para la
consideración del programa en cuestión y además expresó, sentidamente, que
estaba segura de que el querido Profesor se recuperaría pronto y volvería para
tomar el cargo que era suyo y de nadie más, indubitablemente.
Estaba
todo el mundo detenido en un escarpado silencio cuando Alfredo, el secretario
administrativo, con su voz de silbato ahogado en whisky, les había comentado en
la puerta que El Conejo López no podría ya seguir con las clases, que venía una
tal Barrientos a remplazarlo hoy mismo. Y entonces, apareció ella caminando
lentamente cimbreante por el pasillo abovedado. Olía fantástico. Un perfume
dulce y penetrante.
Entró,
hizo un gesto con la mano para que se sentaran, dejó el bolso sobre la silla y
apoyada en el escritorio dijo sus primeras palabras para el auditorio
expectante.
—Creo
que ya todos saben que el Doctor López va a necesitar un tiempo para
recuperarse de una afección. Esta es, sin duda, su cátedra y él ha dejado muy
claros los lineamientos desde los que vamos a seguir, sin apartarnos…
Aquel
primer día, ella vino vestida de manera esmerada y siguiendo el estilo que se
suele indicar como conveniente para su rol en una casa de estudios de la
categoría de la nuestra. Tenía un buen cuerpo. Un inocultable buen cuerpo.
¡Impresionante cuerpo! Se había puesto una camisa holgada y oscura que
trasladaba la atención a lo que cubría su pollera larga y clara, y a lo que, a
su vez, se podía intuir de sus estilizadas piernas morenas.
El
más evidentemente entusiasmado con las formas físicas de la Profesora era El
Chino Elvio Suarez, un tipo extremadamente tranquilo, de limitadas palabras al
aire, que nunca había hecho hasta el momento comentarios de esa índole en
ningún caso, pero que no evitó, para la oportunidad, mostrarse claramente
conmocionado por la armónica rotundez conteniente de circularidades
inconcebibles de la hermosísima Profesora Alcira Barrientos.
—Está
tremendamente buena —le dijo Suarez a El Polaco Mondicconi, que asintió sin
visos de entusiasmo, según su arraigada costumbre de economía gestual
exacerbada.
Las
mujeres del curso fueron inmediatamente muy críticas de la nueva Profesora, en
casi todos sus aspectos, centrándose fundamentalmente en la indumentaria,
maquillaje, disposición corporal… Salvo Loana Bohn, a la que le solía caer bien
la totalidad de la gente hasta que demostraran fehacientemente y en más de dos
o tres o cuatro oportunidades claras, por lo menos, como mínimo, que no eran
del todo merecedoras de su amplia simpatía casi irrestricta, que siempre, aún
después de decidir un cambio al respecto, no se cortaba nunca totalmente porque
“la gente merece una segunda oportunidad y hasta a veces una tercera o una
cuarta”.
La
verdad es que el núcleo duro de oposición a la Profesora se basaba más que nada
en el racismo, así lo pensaba Loana y así se lo comentó a Suarez, que coincidió
completamente; aunque entre las mujeres se sumaba a este punto el hecho de que
fuera tan extraordinariamente atractiva, sumó Suarez y Loana coincidió de
inmediato.
Suarez
amaba calladamente a Loana Bohn desde que se cruzaron hacía unos meses, y Loana
le dispensaba un fraternal afecto que a veces Suarez no lograba no demostrar
que lo martirizaba en profundidad.
En
ese instante, Suarez pensó que de alguna manera Alcira era el total extremo
contrario de Loana pero que sin embargo algo inexplicable las unía. “En el
plano intelectual”, pensó… Pero no estaba seguro de que así fuera, y después de
pensarlo un rato, concluyó que probablemente las emparentara algo menos
discernible, “algo metafísico”. “Las dos están buenísimas”, se confesó minutos
más tarde.
En
la segunda clase de la Profesora Barrientos se comenzó a hacer innegable el
conflicto: llegó con su cabello ensortijado completamente abierto y con un
vestido azul que dejaba vislumbrar la inmensidad de sus categóricos detalles.
—Esta
negra, ¿qué carajo se cree? —fue la voz coral que disparó su salida esa tarde y
que la siguió acompañando durante su corta estadía en los claustros abúlicos de
nuestro amado establecimiento en franca decadencia.
Sólo
nos apenó la circunstancia a nosotros: a Loana, El Chino, se podría decir que
al Polaco, pese a su apatía, y a mí. El resto de los boludos se dejaron llevar
de las narices.
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