En
el barrio del demonio, frente a la plaza de los chanchos, Sara y Hinde viven
las dos solas en una casona preciosa pero mal mantenida que fue construida por
el padre de ambas cuando ellas eran un proyecto, hace algo así como ochenta o
noventa años. Están tristes, terriblemente tristes. Hablan con Roberto, otro vecino.
Dicen
que eran más o menos las cuatro de la madrugada cuando un tipo delgado bajó como
una sombra de un auto negro o gris oscuro o azul muy oscuro que probablemente
fuera un VW Bora y se acercó sigilosamente a Pablo que estaba sentado en la
verja de su casa pitando, dicen que despreocupadamente, un cigarrillo porque no
podía dormir desde hacía varias noches y se había tomado la costumbre de
quedarse ahí afuera sentado, fumando, haciendo círculos de humo, tomando mate con
cascaras de limón y mirando el cielo despejado de aquel principio de primavera.
Pablo
había cumplido recién treinta años, era una persona bastante especial, para todo
el mundo; la gente del barrio le tenía mucho afecto, no recuerdo quién no. Era
un poco loco, alborotado, pero bien, lindo, tranquilo; no molestaba nunca a
nadie, al contrario.
Dicen
que aquella mañana, anterior al suceso, Pablo salió temprano como todas las
mañanas y jugó con el perro de Sara y Hinde y tomó el colectivo en la esquina
de siempre y llegó al taller para abrirlo y entrarle a unos amargos para
arrancar la jornada y que estaba risueño porque permanentemente lo estaba y su
equipo había ganado y bromeaba con eso. Estuvo trabajando en una caja de
dirección el día entero.
Cuando
terminó en el taller se quedó jugando a las cartas en el bar de Abraham,
tomando unos aperitivos, se fue temprano, caminando. En su casa, lo esperaba
Estela que dicen que lo recibió con un beso, en la verja, y él le dio una
palmada en la cola y los dos se reían como cada tarde.
—Matáme,
me haces un favor —dicen que Pablo dijo. Y se escuchó el sonido de un disparo, un
único tiro, uno sólo.
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