Ella
baja del sexto piso por las escaleras porque en algunas oportunidades se le
ocurre que le resulta conveniente hacerlo, como ejercicio, y el paseo por las
escaleras es realmente agradable, la luz de la tarde las ilumina suave, y el mármol
blanco con leves vetas grisáceas, y la suntuosidad de las barandas y las arañas
lúgubres, apagadas, y el aire eternamente fresco que habita ese espacio que
ella suele ver como un pasadizo a otro mundo. En la calle, el clima da un corte
de categórica rudeza, el ruido es tan sofocante como el calor y la luz arrecia,
violenta. Deja caer sobre sus ojos los lentes para protegerse del sol y de las
miradas hirientes, porque ella a veces siente que algunas miradas la hieren, en ocasiones sin quererlo y otras con la marcada intención de hacerlo, hay gente que
busca herir con su mirada, que mira para lastimar, y en ella lo consiguen, casi
siempre, aunque últimamente un poco menos, quizás, con menos intensidad.
Tiene
que caminar entre ese tránsito apenas unos diez metros para llegar
al kiosco y poder comprar un alfajor, una leche chocolatada, un paquete de
cigarrillos y una petaca del licor de café que le gusta. La chica del kiosco le
dice que está linda con ese vestido y ella le cuenta que lo hizo ella, y lo pintó,
y se sonríe. Un hombre de alrededor de cuarenta años con un traje caro, gris
claro, brillante, llega, de pronto, y la mira con desprecio.
Ella se va pensando que sabe perfectamente que está bastante loca pero que nada justifica esa mirada. Vuelve sobre sus pasos. Herida.
Ella se va pensando que sabe perfectamente que está bastante loca pero que nada justifica esa mirada. Vuelve sobre sus pasos. Herida.
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