A
Laurita, pobrecita, nadie parecía quererla; ni la madre, ni la tía, ni la
abuela, ni la hermana, ni la prima. El padre no existió en su vida chiquita.
Sólo su abuelo había sabido amarla, pero explotó el pobre viejo, demasiado
bueno para soportar entre esas arpías. Se hizo matar una noche, muy borracho.
Mientras
vivía el viejo iba con Laurita a todos lados. Al bar, él tomaba Pineral acodado
sobre sí mismo y ella comía papas fritas. Pobre Laurita, las piernitas
cortitas, las rodillitas juntas, los ojitos tristes y una sonrisa tímida
entrelazada en su carita redonda.
De
la mano del viejo mirando silenciosa a las nenas jugar con un elástico, o con
las piedras, o a los chicos jugar un picado. Mirando con su asombro quieto. Siempre
rota y sucia Laurita, no tenía nada con su nombre, la vestían con los restos de
la ropa que dejaban. Los pies gorditos, descalzos en la tierra.
“Tiene
piojos, hay que pelarla”… Y las orejitas amplias desplegadas como dos alas. Corría
saltando entre los charcos. Sin el viejo estaba sola, todo el tiempo, nunca
nadie jugaba con ella.
La
traje conmigo.
No
te voy a decir nada Laurita, pero la vida se parece mucho al barro que pisamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario