Reunir
palabras en torno a un tema es siempre opinar, buscar sentido, pretender
incidir; por extraño que esto pueda parecerme a mí, que elijo inclinarme
generalmente por el delirio de las sombras y la abstracción inusitada que de
ellas puede desprenderse. Pero claro, hay diferentes maneras de presentar
opiniones y con intensidades muy diversas. Debo reconocer que me genera una
honda admiración la decisión con la que algunas personas se lanzan a la opinión
desembozada, abierta, desenfadada; cabalgan en ella, a la vez que la vuelven su
estandarte, y la esgrimen como si se tratara de una espada que termina en una
feroz punta afilada que no duda en desgarrar lo que haya que desgarrar y
desparramar la sangre necesaria. No tengo esa facilidad, me cuesta, tiendo a
caer en un sentimiento de improcedencia. No obstante, a veces, me brota la imperiosa
intención y no la resisto. Es este, quizás, seguramente, aunque relativamente
también, el caso.
Considero
que el área de los sueños, de la ficción auto-representada y cargada de
vitalidad que ellos entrañan, es infinitamente mejor que la realidad cruda, la
de la cotidiana vigilia en la que se supone, por definición consagrada por la
academia, que estamos situados cuando estamos despiertos. —¿Estamos despiertos?
Se entiende que sí, que estamos, por lo menos en alguna medida… Tengo infinitas
dudas al respecto—. Amo los sueños, fundamentalmente los de la vigilia, los de
esa zona mística en la que el deseo profundo se confunde con la habitualidad y
da por resultado la alegría posible… Puedo estar bien, de a ratos, ahí…,
soñando con que se puede dinamitar este mundo de mierda y hacer uno nuevo…
Bueno,
sigamos, si quieren: ¿vivir es andar por esos dos territorios mezclándose? Creo
que sí, que no se puede andar de otra manera; que esa vigilia pura, que algunos
se esfuerzan en sostener, existe sólo en sus sueños; que no se puede caminar
sin soñar con llegar, por fin, a algún sitio; que lo que llamamos amor requiere
de una gran dosis de inconsciencia; que en cada acción hay inevitablemente una
carga que fluye desde ahí, desde el nebuloso margen de los sueños; que soñar no
es estar loco, que a lo mejor estar loco es no soñar; que hasta los
especialistas en mercadotecnia sueñan con constancia en sus jornadas realistas,
igual que los agentes en las bolsas de valores de las grandes capitales de la
máxima rudeza materialista; y hasta, probablemente, pensándolo mejor, me
atrevería a decir que esos sujetos vestidos de adláteres del total realismo
están entre los humanos con mayores niveles de inconsciencia.
En
el año 2001, mientras todo se iba, o parecía irse, seriamente al carajo, yo me encontraba
muy drogado. Me iba considerablemente bien en lo económico, trabajaba en una reconocida
empresa, tenía un cargo gerencial, la crisis no me golpeaba, ganaba bastante e
invertía en tres o cuatro sustancias que me mantenían entretenido y equilibrado
—entre comillas, por supuesto—, pero bueno —algunas personas buscamos en los
márgenes de la medicina soluciones a problemas que hemos atacado de diferentes
formas, a lo largo de la vida, sin hallar resultados definitivos—. Entonces, sigo:
mi encuentro con la realidad de aquellos días se dio en la Avenida Rivadavia,
en su intersección con la calle Río de Janeiro. Había ido a un médico, no
recuerdo cuál fue la hipótesis con la que me convencieron, el asunto es que al
salir de la consulta encontré la Avenida Rivadavia completamente bloqueada por
una marcha interminable de gente. Mi auto había quedado de un lado de Rivadavia
y yo tenía que dirigirme hacía el otro; todas las personas que consulté me
indicaron la imposibilidad de cruzar con mi vehículo en un radio que iba desde
la General Paz al bajo, ósea: la columna cortaba, en su increíble extensión, la
ciudad integra y se seguía incrementando desde los suburbios. Parece no tener
fin, creo que me dijo alguien. Me puse a mirar.
La
vista suele ir de adentro hacia afuera y de afuera hacia dentro, un poco como
les refería al principio de esto, y entonces mi mirada sobre la incesante
marcha de desesperados se centró en los brazos de un tipo, un señor de unos
cuarenta años quizás, muy delgado, que llevaba de un lado a un chiquito de
cinco o seis o siete, eso aparentaba, más o menos, es difícil precisar la edad
de un chico mal alimentado, y del otro un palo de madera, grande,
intimidatorio; los ojos perdidos, inyectados en esa combinación de sangre, lagrimas,
dolor, bronca, furia dispuesta a todo… Pensé en los brazos de mi viejo. Mi papá
salió muy joven de la casa de sus padres y se ganó esos primeros años de vida
vareando caballos de carrera; no era demasiado bajo, alrededor de un metro
setenta, razón por la cual tenía que permanecer muy delgado para poder
trabajar, y esa delgadez, que lo acompaño hasta el final, se potenciaba en sus
brazos fuertemente largos, potentes, nudosos, venosos, curtidos al sol del
trabajo; como los de aquel hombre que llevaba de la mano un hijo apenas más
grande que el mío, en aquel momento. Mi viejo acababa de morir unos meses antes
y creo que en honor a él, a la consciencia de clase que me inculcó, a la mirada
de mi hijo y a la de aquellos desesperados, me puse a llorar desconsoladamente
y juré que algo iba a hacer.
Hice
poco, nos acercamos con mi mujer a la asamblea barrial y luego a un centro
comunitario; ella fue más generosa que yo con su tiempo; es maestra, aunque no
ejercía en ese momento, ayudó en la asistencia a los chicos por más de un año;
yo puse el auto un par de veces y acomodé un par de cajas.
Se
habla con mucha intensidad de la provocación, en esta última década, de una
grieta que divide a los argentinos. ¿Realidad o ficción? ¿Un poco y un poco?
¿No son varias las grietas? ¿No existen grietas acaso desde el momento mismo
del comienzo del sueño que quiso hacer de este territorio una nación? ¿Y la
grieta impuesta por aquellos que, creyéndose dueños de todo, pretendían que la
realidad se amoldara eternamente a sus ensoñados intereses? ¿Se fueron,
vendieron su participación accionaria o siguen acá, pretendiendo lo mismo y
consiguiendo bastante?
Las
innumerables grietas de la república, tan ciega como la justicia, y la calidad
institucional distante. La gorda grieta de los que estructuran bien su
patrimonio para que se les escape lo menos posible y le venden libros de
auto-ayuda a los soñadores de una módica libertad exenta de impuestos. La
grieta en los discursos, que pretenden contener a los desposeídos, desde la
holgura multimillonaria.
¿Cuántos
desesperados hay hoy en Argentina? ¿No será esa la grieta que importa?
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