El viejo Reizner
se murió de un ataque al corazón, arriba, sentado en su escritorio. La
secretaria nos contó que en principio le pareció que dormía pero que al
acercarse percibió que estaba sin vida. Sin vida, dijo, y las dos palabras y o tres
silabas se quedaron resonando en mi mente. Tenía una expresión apacible, derramó.
Parece que no se dio cuenta, o por lo menos no sufrió.
Unos días atrás
nos habíamos cruzado en la máquina de café: me habló de que estaba cansado y
que tenía ganas de irse al carajo, a una playita cálida en el norte de Brasil,
o en Cuba, o en Colombia o en cualquier otro lado, da lo mismo pero que sea cálido
y sobre el mar. Un ranchito, un bote, unas cañas de pescar y una motito para ir
a hacer las compras al pueblo. Yo ya no necesito más, me había dicho. Me siguió
hablando de no ser una carga, de los animales que se alejan de la manada cuando
sienten que pierden fuerza, de entrar a nadar un día y ya no poder volver a la
costa. No entendí demasiado en ese momento.
El viejo
Reizner venía todas las mañanas en su moto, si no llovía venía en su moto
siempre sonriente, todas las mañanas. El Turco le decía: viejo pelotudo, te
haces el pendejo, te vas a matar con esa moto de mierda, o te vas a dar un
golpe y vas a quedar más pelotudo de lo que sos. El viejo sonreía, siempre.
Esa noche
fuimos a velarlo. De la familia sólo estaba su hija, Ana y el novio de ella. (Mi
hija también se llama Ana). De la empresa estaba todo el mundo, charlando y
contando anécdotas del viejo, de sus salidas graciosas y locuras, de su voz de barítono
cantando en las fiestas. Le sonreían con veneración al viejo muerto.
A la mañana al
entierro fuimos pocos.
Unos días después
vino Ana, la hija del viejo, se paró frente a mi y me dijo que su
papá había dejado por escrito que la moto era para mí, que le tenía que pagar
el ochenta por ciento de lo que estaba valuada por el seguro, como pudiera, sin
apuro, que el viejo dejó los formularios firmados, que tenía que pasar a
buscarlos por la Escribanía Poldone, que la moto estaba abajo y las llaves las
tenía Sandra, la secretaria. Me dejó sobre el escritorio la cedula, el último
comprobante del seguro y los datos de la cuenta en donde tenía que depositar.
Insistió en que no tenía ningún apuro con respecto al pago. Me hablaba con la
misma sonrisa del viejo. La abracé.
Esa noche
volví a casa con la moto, sonriendo como hacía mucho no sonreía. Hablé con mi
Ana, le dije que estaba empezando a pensar en cambiar de vida. Me parece muy
bien papá, me dijo.
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