El fantasma
simbólico de un espacio en la infancia, como aquel en el que él creció junto a sus
hermanos de la mano de sus padres. La mano simple y cálida de su mamá y la mano gruesa,
áspera y simpática de su papá. Aquellas manos que estaban siempre cerca, en
caricias permanentes. Se lo veía distinto con el paso del tiempo. Aquella casita a
la que no le sobraba nada y a veces le faltaba, tenía, sin embargo, eso que se
había sabido construir desde la sencillez. Las paredes sucias de alegría. Él venía
de ahí. Ella venía de algo muy opuesto, así lo pensaba él, por lo menos.
Ahora, vivían
en un minúsculo departamentito antiguo en el centro de la ciudad con un hermoso
balcón francés orientado hacia la parte más linda de un parque, dos ambientes y
una dependencia ínfima que ella utilizaba como escritorio, sala de lectura, de labores
y multipropósito, su lugar especial, aunque todo en esa casa era ella, cada
detalle, los muebles, los cuadros, los tapices, las cortinas, las alfombras,
los almohadones, las plantas invadiéndolo todo, las lámparas, los jarrones, los candelabros, los
adornos en general, la inspiración variada y multiétnica, el infinito museo de pequeñas y
delicadas posesiones desperdigadas, la colección de gatitos de porcelana, las
cajitas de música con sus bailarinas, cada una de las cosas que habían sido cuidadosamente elegidas
por ella, algunas hechas o restauradas por sus manos incluso, en un largo
proceso, de años de duración. Las revistas la habían ayudado en todo aquello,
siempre estaba sacando ideas nuevas de esas publicaciones especializadas en las
distintas áreas de la femineidad institucionalizada y sus colindantes sistémicas.
Flores, mariposas, encajes, puntillas, volados, muñecas, hadas, cristales, gasas, colores, brillos, corazones… Él odiaba esos corazones impuestos por el mercado
de signos, casi tanto como a la cruz devota del dormitorio.
Ese
departamentito estuvo en su familia desde que ella era chiquita, ahí vivió su
abuela hasta la muerte, luego su madre se lo alquiló a una tía o algo así y
finalmente fue de ella cuando su tía o algo así fue a dar a un psiquiátrico.
Toda esa casa
era ella. Él era una tercera parte del armario, un par de estantes en la
biblioteca, la mesa de luz de su lado, algunas pocas cosas en el baño y un
guitarrón jumbo coreano que últimamente estaba guardado en un rincón del
dormitorio al costado de la mesa de luz. Aunque hacía días que él era fundamentalmente
los cigarros y la botella de vodka.
Sus dedos tenues
corrían las páginas, se detuvo en una nota acerca de cómo hacer para mantener viva
la pasión en la pareja.
Él seguía
sentado a la mesa fumando, pensaba en un hombre, apenas mayor que él,
aferrado al timón de una cascara de nuez en el medio de una tormenta furiosa en
el océano.
Las baladas
roncas y oscuras se habían acallado, ninguno de los dos pareció notarlo.
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