Un accidente muy menor,
casi insignificante contrastándolo contra lo que nos toca ver todo el tiempo
por acá en nuestra enfurecida ciudad: un motociclista, que aparentemente
habiendo sido tocado en la rueda trasera por un taxi, perdió la estabilidad. No
alcanzo a caerse, pero su pierna derecha sufrió las consecuencias de mantener
el equilibrio de la moto. Un fuerte golpe. Según lo que le pude escuchar decir
le dolía bastante, sobre todo a la altura de la rodilla, tenía temor de haberse
roto algo, algún ligamento por ejemplo. Por suerte venía por la derecha, en la
mano pegada a la línea de estacionamiento, y en esa cuadra no se encontraba
ningún auto estacionado, a pesar de que todavía era relativamente temprano y no
regía la prohibición de hacerlo. Pudo contener la moto y dominarla justo antes
de golpear contra el cordón. El taxista no se detuvo y no había nadie que
hubiese visto nada. Dos móviles de policía, con las estridentes luces color
turquesa encendidas, detenidos al costado de la avenida; uno de culata contra
el cordón, antes de la moto, y el otro en paralelo, después. El chico que
conducía la moto, de unos veinte años, estatura media, morocho, delgado,
mantenía su pierna derecha encogida y le explicaba a los policías lo sucedido.
Hablaba con total corrección. De pronto me llamó la atención el tono utilizado
por uno en particular de los agentes del supuesto orden, un tipo de estatura
baja, pelirrojo, alrededor de veinte, quizás veinticinco años, y con un
permanente gesto prepotente. Primero, le pidió los papeles -registro, seguro,
cédula verde- en términos más que imperativos; luego, le recrimino que llevara
el casco en el brazo. Me lo saqué ahora, le respondió tajantemente el
motociclista, que a esa altura había empezado a molestarse con la actitud del
joven oficial de policía extraído de la peor parte de nosotros mismos. Muy
atinadamente una señora rubia, alta, elegantemente vestida, bastante bonita, de
alrededor de cincuenta, preguntó si se había llamado a emergencias médicas para
que le dieran asistencia al chico, uno de los otros policías contestó que sí
que ya había llamado. El animalito altanero vestido de azul parecía decidido a
seguir incomodando al herido; hasta que un señor gordo, alto, de unos sesenta
años se cruzó entre ambos, y disponiéndose a poner verdadero orden: hizo que el
herido se sentara en el cordón, que los policías subieran la moto a la vereda,
le comentó al motociclista que el negocio de repuestos del automotor, a apenas
unos metros, era de él, y que él se iba a ocupar personalmente de cuidar la
moto; que seguramente, cuando llegara la ambulancia, lo iban a llevar al
hospital para hacerle unas placas radiográficas, que probablemente no tuviera
más que él golpe, que se quedara tranquilo. Le repitió que él le cuidaba la
moto. Cuando llegaron los de la ambulancia, y tal lo previsto, se llevaron al
pibe al hospital a hacerle unas placas, el gordo lo despidió con una palmada
cariñosa en la mejilla y volvió a insistir con que se quedara absolutamente
tranquilo que él le cuidaba la moto, que no se hiciera el más mínimo problema;
después les soltó a los canas que fueran a ver si podían enganchar a algún
delincuente, y enfiló a paso saltarín para su negocio. No pude vencer la
tentación de seguir al gordo, y al estar ya en su negocio, estrecharlo en un
fuerte abrazo y darle mis emocionadas gracias y un beso, en nombre de mi
decreciente fe en la humanidad, ahora un poco fortalecida a consecuencia de su
actuar.
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