La vista
aérea de una habitación que es un cuadrado perfecto pintado en absoluto negro
salvo por una fina línea blanca que la cruza en la exacta mitad. Un hombre
joven, delgado, desnudo, se desplaza por sobre la línea como si esta fuera un
alambre y él un equilibrista.
En la mente
se abren escenarios de una complejidad difícilmente descriptible. Digo
escenarios porque de algún modo hay que llamarlos y en principio no encuentro
otra palabra que se me antoje más apropiada, podrían ser también paisajes. Entonces:
escenarios o paisajes que son, intentando ser preciso, entramados hechos con
infinidad de imágenes superpuestas. Imágenes que se transitan de acuerdo a
leyes que no son las de la razón, ni de ninguna de sus ramificaciones más
específicas como, por dar un ejemplo, la lógica. Yuxtaposiciones de un
contenido inabordable por otro medio que no sea la imaginación pura, la que
ocurre, con exclusividad, en el teatro situado dentro de las cabezas de las
personas. La búsqueda, insensata, de transcripción de esos entramados mentales
es frecuentemente acometida a través de que lo que tendemos a denominar como arte;
creo que la otra alternativa es la locura, y por supuesto siempre está presente
y abierta la posibilidad del desinterés, formula que pareciera ser la más
elegida y es además la permanente tentación de gente en proceso de
enloquecimiento y de artistas, que son en definitiva la misma cosa, porque la pretensión
de representar lo irrepresentable termina inevitablemente en el camino que
conduce a la locura, o en algo, que de tan parecido, no tiene para sí una
definición más propia. Lo que pasa es que siempre es preferible enloquecer por
buscar algo que hacerlo por haberlo decidido perdido.
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