—El
pasado es una serpiente enorme en ancho y largo, de color parduzco, de dos
cabezas horribles y una joroba en el medio, que me persigue arrastrándose a
donde quiera que yo vaya, si voy al cine o al teatro o al supermercado, y no
tengo ninguna posibilidad de perderla en el camino aunque a veces me parezca
que voy a lograr hacerlo… Cuando me doy vuelta está siempre ahí, esperando,
acechante, sacándome sus dos lenguas bífidas.
El
cielo parece estar explotando en pedazos sobre la calle y Ana lo mira desde la
ventana de su refugio. Se ve reflejada tenuemente en el vidrio mojado y se detiene
en mirarse fijo a los ojos, mientras inhala el humo de una pitada larga,
ligeramente tensa, contenidamente furiosa. Es Buenos Aires, es un tercer piso
con una extensa vista a la Avenida San Juan, es el Barrio de Boedo, es una
tarde grisácea, plomiza, con olor a tierra y a pólvora, es el principio de una
primavera húmeda y asfixiante; los autos se deslizan... Ella está sola en el departamento
mínimo de un ambiente que pudo ir armándose con dificultad. Está molesta con la
vida que le toca, últimamente, desde hace un tiempo, siente que todo le sale muy
mal.
Sería
deseable no tener que trabajar tantas horas para mantenerse, mantenerse
simplemente a flote, sacando la cabeza sólo lo suficiente para seguir
respirando y poco más; algunas brazadas en el sentido de una felicidad que se
ensucia rápido, permanentemente. Y ahora peor, porque se enamoró de un tipo que
creía especial, maravilloso, un príncipe, que estaba convencida que era el perfecto
amor para su vida, y resultó que el príncipe hijo de mil putas escondía un
pasado espantoso del que no le había contado ni una miserable palabra.
—Te
tengo que decir algo —le dijo su amiga Cecilia, hace dos días, en una tarde tan
horrible como esta, en ese mismo lugar, sentadas a la misma mesa redonda,
pintada de rojo por sus manos y las de Cecilia, con papeles desparramados, dibujos,
libros, un par de ceniceros, un par de platos, un par de tazas de café, un
potus que le regalo su mamá en una maceta de plástico terracota—. Es algo
desagradable, feo, y la verdad es que no sé, no tengo la menor idea de cómo se
supone que tengo que contártelo.
—¿Qué
pasa? —preguntó alarmada.
—Diego…
—¿Qué
pasa con Diego?
—Estuvo
preso, un par de años, dos o tres, por el asesinato de una mujer —se detuvo un
instante—, que era pareja suya.
—¿Cómo?
—Lo
averiguó Raúlo, de casualidad…
Después,
Ana casi no escuchó más, sólo palabras aisladas, que todo el asunto salió en
los diarios y en televisión, pero, como siempre pasa con las noticias, se
esfumó rápido, que fue en un pueblo chico de la Provincia de Córdoba, por
Traslasierra, que lo terminaron largando, por una decisión de un tribunal
superior, una chicana judicial o algo más o menos así, que la madre de la chica
siguió insistiendo, siempre, en que fue él el que la mató.
Ana
veía, de pronto, todas las muertes violentas de mujeres que le pasaron cerca y
se veía ella, en la posición de aquellas mujeres, muertas por las manos de
hombres que ellas habían amado, y el giro desaforado de esas imágenes por su
mente se la llevó a un trance del que no pudo salir por un largo rato. Veía a
su madre golpeada por su padre, en diferentes noches, de idéntico modo; la
acción reiterada del brazo cayendo como un martillo.
Cuando
Diego llamó, le dijo que no quería saber nada con él, y no escuchó ninguna de
las palabras que Diego balbuceaba.
Esa
noche, después de que hablara con Diego, Cecilia y Raúlo vinieron a quedarse
con ella para hacerle compañía. Cecilia era más que una amiga, una hermana.
Ana
piensa, piensa en segmentos enloquecidos que giran y se mezclan, piensa en
Diego, piensa en su papá, siempre furioso, gritando, enojado, un monstruo, su
papá siempre fue un monstruo, le había dicho a Diego que su papá fue un
monstruo, piensa en que está fumando demasiado, en que no tendría que haber
dejado de estudiar el profesorado, piensa en el destino. Siente dolor y lo
piensa, amargamente, tercamente.
Diego
camina bajo la lluvia empapándose. Diego intenta dejar de pensar. El
pensamiento, si no consigue alejarlo, lo lleva a rincones que ya conoce
demasiado.
Igual,
no logra dejar de preguntarse, ¿cómo hubiese sido de haberle dicho?
El
pasado, el repugnante pasado que siente que no va a dejar de condenarlo nunca.
Ya
no se atreve ni a decirse a sí mismo que es inocente. “¿Qué importa?”.
Sube
la totalidad de la escalera sin dejar que se le cruce otra idea.
Se
murió todo. Sólo falta morir él. Y eso es, exactamente, lo que no tenía que
pensar. Gira la llave para saltar. No deja nota, nada. Piensa que no tiene más
palabras.
Acaso
lo más difícil sea reconocer que uno se puede equivocar, y aún más difícil que
uno se equivocó, inexorablemente, que se cometió un gran error y que la
continuidad será pagarlo. “Mala praxis”, se repetía salvajemente desde que lo
notificaron de la demanda en su contra. Se movía nervioso con su ambo de
cirujano perfectamente limpio.
—Y
este boludo, ¿se quiso matar?
—Sí,
doctor. Aparentemente sí. Saltó al vacío desde la terraza de un edificio, pero
parece que las copas de unos árboles lo contuvieron y termino cayendo sobre un
cantero… Parece que de no mediar ninguna complicación… ¿Y usted cómo anda, doctor?
—Con
ganas de hacer la misma boludez que este… No lo voy a tocar mucho a ver sí
después me demanda.
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