jueves, 23 de mayo de 2013

1. Antes de intentar dormir y durante.

No habían sido días fáciles, ni difíciles. Fueron otros días de esa abreviada normalidad un poco odiada que a medida que proseguía marchando lo iba repugnando más y más, minuto a minuto. Nada grave, ni impactante, ni reconfortante tampoco, por cierto, claro. Más de lo mismo inalterable que ha estado circulando por ahí últimamente sin obtención de remedio ni de sentido alguno. Sin novedades de ningún calibre en ninguno de los frentes abiertos o entrecerrados, ni siquiera malas. ¡No! Sólo ese ligero barniz de tristeza implicado en sentir que se vive de un modo no del todo adecuado, o decididamente inadecuado, o vaya uno a saber cómo. Pesado, aletargado, frío, abúlico, apretado, encerrado, desolado, desierto... ¿desesperanzado? Exacto, desesperanzado, cómo si no hubiera ya nada que poder esperar, recluido en la celda ínfima de una prisión finalísima, terminal, chau. Había estado hablando bastante de eso con un viejo amigo al que el azar lo volvió a reunir. Lo encontró en el bar enfrente de la oficina; ese bar de mierda al que se cruzaba de vez en cuando a comer, a tomar un café o algo y a entrever los diarios. Se reconocieron de inmediato. Siendo chicos vivieron en el mismo edificio de departamentos, hasta bien entrada la adolescencia. No se habían vuelto a ver desde ese entonces, tenían más o menos la misma edad.
El reencuentro le generó algún malestar adicional, se lo estaba confesando en ese preciso momento, su amigo parecía mucho más joven que él, pero ¡mucho más joven! Y tenían más o menos la misma edad; meses más, meses menos.
Su mujer y su hijo dormían. Su mujer a su lado, a decir verdad, en un rincón alejado de la cama enorme; su hijo en una habitación a unos metros de distancia. Se levantó a apagar el televisor en el cuarto del nene. Estaba debidamente abrigado, le acaricio la frente. El pez en la pecera seguía inmóvil. 
No tenía sueño, o más bien, sabía que le iba a resultar imposible dormirse envuelto en esa bruma de sentimientos que lo invadía. Fue al comedor a servirse un whisky, dos medidas largas; mientras lo empezaba a degustar lentamente, encendió un cigarrillo, y dio vueltas por la biblioteca en busca de un libro que había comprado un par de semanas antes. Se lo recomendó una compañera de trabajo. "Una estructurada concatenación de pequeños cuentos que en principio parecieran aislados y terminan conformando un camino novelado".
Se sentó en un sillón a intentar leer y por un momento hasta imaginó que podía hacerlo. Una desfigurada sopa de signos bailaba endemoniadamente. Palabras muy cruzadas. La luz no era suficiente. No podía concentrarse. Recorría las páginas... Una danza de vida extraña. 
"Hasta hace alrededor de diez años mantenía con tenacidad una dieta conformada fundamentalmente por una botella, botella y media de vodka y tres o cuatro gramos de cocaína, todos y cada uno de mis días, sin excepción". Eso decía en primera persona en el prólogo el escritor. 
Fue a la cama. Una cadena de noticias y un volumen de sonido prácticamente inaudible. Se cubrió hasta casi los ojos con la sabana y una gruesa manta rellena de plumas de color anaranjado.       

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