En
este barrio de mierda los chicos se van pareciendo cada día un poco más entre
sí: visten de un modo idéntico, se mueven como calcándose, tomando de sus
botellitas, fumando de sus pipas, se hacen los mismos ademanes ampulosos unos a
otros, dicen las mismas cosas con las exactas palabras de la pobrísima jerga
común que han ido conformando, con base esencial en el lenguaje carcelario que
es una suerte de norte acá, —la cárcel, la puta tumba y su parafernalia de excremento,
y sus códigos, y sus dogmas de fe perdida o encontrada en la basura, su
religión maledicente, y su furia, y sus formas de mantenerse relativamente vivo
entre ella, trasladadas afuera—. La cultura emitida por televisión hace, también,
su masivo aporte caustico a la puesta en escena cotidiana. Los chicos se
mimetizan en cada uno de los podridos detalles; quieren ser una parte de ese
todo contagioso que se ha ido pergeñando, ¿quién sabe dónde, cómo y por qué?, y
que creen importante, valorable, propio, singular, la joya de la identidad
anhelada… Quieren pertenecer a la monocorde tribu inarmónica de soldados iguales,
calcados, al ejército de escabrosa terracota, que el entorno da la impresión de
promover con una sórdida estrategia que se oculta, que no se deja ver, que
escupe sus bacilos desde las infecciosas sombras laterales.
Por
un lado van cimbrando las chicas: con sus peinados de flequillos similares, y
la ropa extremadamente apretada, encajada a presión en los huecos, y los
piercing, y las maneras brutales de pintarse los rostros aniñados para la guerra
inmanente; por el otro los chicos: con sus gorros, y bermudas holgadas, y
tatuajes de cuchillos y serpientes, y con sus zapatillas fastuosas, coloridas,
enormes, símbolos místicos de la era que se arrastra por el suelo inmundo. Algunas
pocas chicas eligen vestirse más en el estilo de la habitualidad normada para los
hombres; no hay, por otra parte, chicos que elijan vestirse a la luz del sol en
el estilo de las chicas; quizás algunos lo hagan, pero en el margen, en la
penumbra, casi invisibles, en la intimidad de sus casillas; en este barrio ser una
mujer es bastante peor que ser un hombre, más duro, más complicado, aún más
peligroso; hay que decirlo, por lo general se las maltrata bastante; y los
chicos que preferirían ser chicas ni se asoman como tales por las calles del
barrio, hasta que ya son más grandes y se animan a afrontarlo… Y, entonces, se
asoman para irse y no volver nunca más a mover el culo por acá, salvo raras
excepciones, como Cari, la mujer del Polaco, El Polaco es uno de los Capitanes de
la Industria del barrio. La Cari es el único hombre con preferencias de mujer
del que tengo noticias que haya podido permanecer en este lugar.
Las
chicas que eligen vestirse en el estilo de los chicos y que gustan de las
chicas, tampoco la pasan nada bien; se les tolera que asuman modos masculinos pero
no que aborden a chicas femeninas del barrio; se han dado varios casos en que,
después de molerlas a patadas, las violan salvajemente entre unos cuantos y las
dejan tiradas medio muertas en una zanja periférica, cubierta de algo así como agua
eternamente estancada, pegada al paredón donde termina el barrio y empieza el
purgatorio. Sí se relacionan entre ellas no hay mayores problemas. Alguna broma
pesada, pero nada serio. Lo otro ha sido tradicionalmente complicado… Puntualmente,
recuerdo una a la que le decían La Pollo: primero amaneció hecha polvo una
mañana, toda cortada, después desapareció un tiempo, unos meses, y creo que la
terminaron matando, porque se le tiro a la hermana de un soretito que la iba de
taura, alcahuete de un Capitán, Moncho, y, en consecuencia, la pusieron. Era
preciosa, pobrecita; buena piba; tímidos ojitos vivaces.
Así
mismo, no está mal visto que las chicas femeninas jueguen sexualmente entre ellas,
siempre y cuando no pase de un juego y tenga por objetivo final motivar a algún
hombre, fundamentalmente.
A
las chicas más lindas las llevan a un tugurio, en el medio del barrio, del que
se sirven sólo los transas, y algún invitado eventual, por lo general yutas, o
algún putito de la intendencia.
Los
chicos más chicos se van preparando para seguir el camino signado por sus
hermanos mayores, que en algunas oportunidades son en realidad sus padres, y la
gente grande da la impresión de no tener ningún sentido, se visten con lo que
encuentran tirado en el piso, desganadamente, y parecen secos y caminan como completos
desgraciados, juntando mugre, residuos; sucios, muertos, zombis... Salvo los
transas, los transas manejan toda la estructura en este estanque… Y se desplazan
entre la mierda cubiertos de magníficos oros en sus autos y sus motos. También
hay tres o cuatro loquitos que no responden a ninguno de los mambos
generalizados.
Se
escucha repugnante música, permanentemente, en cada uno de los rincones. Una
música pringosa, desagradable y espuriamente festiva.
Se
toma muchísima cerveza.
Apenas
da comienzo el barrio, contra la avenida, hay un bar que antes era de un chino
Paceño, al que le compraron con un par de tiros, y ahora es de los transas. Ahí
se junta toda la crema.
Toda
la crema son: El Gitano, su mujer La Sonia y los siete Capitanes y sus
respectivas mujeres. Pura bosta. Y la Brigada, que pasa puntualmente cada
semana a buscar la suya. Más bosta todavía.
La
policía normal no entra jamás al barrio; muy de vez en cuando se ve pasar un patrullero
a una o dos cuadras.
El
Gitano no es un gitano ni nada que se le parezca; le dicen así, probablemente,
por su gusto por las cadenas de oro, y las camisas coloridas, y los autos. En los
alrededores, los verdaderos gitanos se suelen dedicar a la comercialización de
vehículos. Este Gitano era pirata del asfalto hasta que vino a caer acá y
agarró la manija de la Industria, al morir El Abuelo.
—¿Qué
pasa, chabón? ¿Todo liso? —le pregunta uno de los soldaditos al Chapa, el loquito
más loco.
—Liso,
tenés vos el orto de tanta bomba que te meten —respondió El Chapa, y siguió
caminando hacia fuera.