miércoles, 11 de febrero de 2015

El mecanismo

Gisela camina fumando por la vereda de enfrente del local la parte final de un cigarrillo, aletargada. Su cabeza oscila. Se aparta el pelo de los ojos entrecerrados descargando con precisión una columna de aire con humo. Omar se acerca y la abraza. Ella se entrega al abrazo y pone su cara completa sobre el hombro de Omar, que la mantiene fuertemente apretada; cierra sus brazos en un círculo segundo a segundo más estrecho alrededor de la delgadez extrema de Gisela, delgadez profundizada por estos días; fueron días difíciles, sin duda, se puede notar, está desmejorada; sentía que su padre era lo último que le quedaba en este mundo; perderlo en el transcurso de unas pocas semanas indigeribles la había desbastado. Llora, tímidamente, tenuemente, no puede de otro modo, en apariencia; no aprendió, quizás, o está cansada de llorar; seguramente está cansada.
Omar se enteró cuando llegó, apenas se sentó a su escritorio, revisando los correos del tiempo que estuvo de licencia, fue lo primero que hizo; había esperado toda la mañana cruzársela.
Está excitado. Se avergüenza pero no consigue evitarlo. Se aparta unos centímetros para que ella no lo note pero ella parece no dejarlo. Le acaricia con suave lentitud la mejilla con la mano derecha mientras el brazo izquierdo la sigue estrechando, la mira a los ojos; le dice que no sabe qué decirle, que no encuentra las palabras adecuadas, que probablemente no las haya. Ella sonríe. Ella piensa que le hace muy bien quedarse entre sus brazos. Él piensa que no quiere dejar de abrazarla.
Ella sabe que se siente hondamente huérfana y que busca con desesperación los brazos imposibles de su papá. Él sabe que ya nada va a ser igual, que es así, que se disparó el mecanismo; la vida funciona de ese modo.
—Te buscaste el peor remedio —le dice Victoria a Gisela, al instante de entrar.
Gisela no contesta nada, la mira. La encuentra lejana. Victoria se ha ido quedando seca, de desesperanza, en una de esas de hastió, de dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos ideales de perfección inalcanzable que se apoderaron de ella cuando era una nena y no la dejaron, nunca. Seca de no querer equivocarse, de no pisar por fuera, de que nada se vaya a escapar, de no perder las formas… Yo no tengo ningún miedo de equivocarme, me voy a equivocar todo lo que sea necesario, piensa Gisela, sonriendo, placida, viendo la cara amplia de su papá repitiendo que vivir es equivocarse, que la vida funciona de ese modo... Ensayo y error… Muchos errores y de vez en cuando, de pronto, la suerte de algún acierto. ¿Quién sabe?   

jueves, 5 de febrero de 2015

Escenas rotas

Estábamos en Brasil con Pablo, en Bahía, cerca de Ilheus, una playa perdida que encontramos de pura casualidad, un paraíso. Le alquilamos por unos días una cabaña a un viejo gordo, carpintero, le arreglaba los botes a los pescadores, un tipo increíble, nos trataba como si fuéramos sus nietos. No había nada: mar, diez ranchos, botes; no había tendido de luz eléctrica, ni un generador, nada. Pero era precioso. 
Ella apareció una mañana, en el mar, nadando; era la hija de uno de los pescadores, el que parecía ser el más viejo. Vivian los dos solos en un rancho un poco apartado del resto. Era divina, indeciblemente… No se podía comprender lo hermosa que era. El viejo de mierda la trataba como si fuera su esposa. A la tarde ella me explicó en la playa. Lloraba. Le pedí a Pablo que nos fuéramos, esa misma noche. Salimos caminando sin despedirnos de nadie.