lunes, 7 de octubre de 2013

Huellas rojas de otra vida más amante.

No sé si al resto de la gente le pasa algo parecido, pero yo guardo recuerdos en una extraña forma de secuencia fílmica intervenida por pinceladas de una luz que viene del interior de ellos, de las emociones que contenían, creo. Una sucesión de cuadros fotográficos alterados y subrayados por unas representaciones orgánicas que reverberan en la superficie, un poco como si estuvieran hirviendo. Algunas partes puntuales brillan con violencia.  
A veces ese pasado se mezcla con el presente y con lo que creo el futuro.
Ahora me veo con el cuerpo de mis veinte años y mis ojos de hoy, saltando desde la vieja amarra de madera deshecha al increíble río verde. Desgranar esa imagen de la vida empezando, con el infinito por delante, todavía sin muertos, esa tensión que creía que todo era posible…
Volver a ser feliz, me vivo diciendo, insistentemente, constantemente, desesperadamente. Tiendo a pensar aquellos tiempos como los mejores; un par de años completos, viviendo en un circuito cerrado, alejado de toda preocupación que no fuera que íbamos a hacer para comer a la noche. Durante el día comíamos cualquier inmundicia, dulce de batata con pan, por ejemplo, o ese preparado extraño con cebollas y ajíes saltados más aceitunas y pescado de lata. Para tomar y fumar había siempre una gran variedad. Éramos una perfecta sociedad de dementes sostenida por los fondos heredados por el amigo Omar.
Aquello se puede describir de mil maneras distintas pero hay sólo una manera de verlo. El tiempo caminó sobre la arena dejando esos preciosos pasos marcados y quiero volver a ellos aunque sea imposible. Absolutamente.

Con Omar nos habíamos estado hablando varias veces por teléfono en esos días. En cada ocasión nos expresábamos profusamente nuestro mutuo deseo firme de encontrarnos a charlar, aunque más no sea un rato, de bueyes perdidos, partidos y o dinamitados, pero no acordábamos nada en concreto. Me parece que en parte eso se daba de esa manera por nuestra larguísima historia de grandes y demenciales ingestas alcohólicas, hasta el desmayo, cada vez que nos reuníamos; y por lo menos en mi caso, la pasión por alcohol había ido mermando. En realidad había estado complicado con algunos problemas digestivos (una forma elegante de decirlo). Seguía tomando un poco, de cuando en cuando, pero la verdad mi amigo Omar representaba para mí una suerte de promotor inclaudicable de todos y cada uno de los excesos posibles y en particular de ese. Una tarde, en una de sus llamadas, me había anticipado que me iba a avisar acerca de la inauguración de una muestra de una amiga de la juventud de ambos, llamada Marcia, artista plástica, que yo hacía mucho que no veía y él había seguido frecuentando, para que nos juntáramos por fin.  
Me había ido acostumbrando a no mirar jamás el correo electrónico hasta que se agolparan terribles cantidades, miles y miles. Muy raramente contestaba algo por esa vía, ni siquiera aquellos involucrados con el trabajo, en todo caso contestaba por teléfono. Una noche, mientras revisaba, apareció la invitación al evento reenviada por mi querido amigo intervenida sólo con un lacónico: "Nos vemos ahí gaucho". Al rato me llamó por teléfono para asegurarse de que estuviera efectivamente al tanto, repitió entonces, incorporando un tono más afectivo: "Nos vemos ahí gauchito".
Cuando lo encontré en la puerta de aquella enorme casona antigua, reciclada hermosamente, donde nuestra común amiga Marcia presentaba sus nuevos y extrañísimos trabajos pictóricos, caí en la cuenta de que habían pasado más de tres años de la última vez que nos cruzamos. En aquella oportunidad de casualidad en la calle, por el centro cerca de tribunales. Estaba viejo, golpeado, pelado, hinchado, pero seguía siendo esa insólita caracterización de la alegría más salvajemente irónica que había tenido el gusto de conocer, siendo los dos muy jóvenes, casi niños. Me miró fijo sosteniéndome firme con sus manos gigantes y me dijo algo así como: ¿Usted viene por el aviso caballero? ¡Estás cada vez más joven, hijo de una constelación de putas! ¿Cómo mierda hacés? ¡La concha de tu madre! ¿Cómo está tu vieja? No me digas. ¿Murió? ¿No murió? Bueno, me alegro mucho.
Paseamos un rato viendo los cuadros, que eran magníficos, y tomando copa tras copa un exquisito malbec de la bodega que estaba entre los auspiciantes de la velada. Omar transitaba enloquecido por la abundancia de mujeres más que hermosas. Yo me había concentrado en Marcia que se encontraba rodeada de gente que la requería incesantemente, y después de un buen tiempo de saludarnos agitando las manos y tirándonos besos se pudo acercar, estaba muy linda, ¡muy linda! A ella hacía por lo menos veinte años que no la veía. Cuando me besó bien cerca de la boca sentí que se me detenía el corazón. Nunca habíamos tenido nada más que ganas, en cierto momento muchas. Ella era muy amiga de la que fuera mi mujer por varios años y entiendo que eso fue lo que nos mantuvo distantes. En un punto me tomó de la mano y automáticamente se me paró la pija. Me parece que ella percibió, por lo menos, mi conmoción y se sintió alagada. Se quedó a mi lado, tomándome la mano y hablándome al oído de sus cuadros y de ella. Nos teníamos completamente fascinados.

La gente fue desapareciendo lentamente y en un determinado momento caí en la cuenta de que sólo quedábamos nosotros tres y un señor que supongo que era del lugar y que un poco nos estaba echando. Marcia nos subió a un taxi y nos llevó a su departamento que estaba a unas diez o doce cuadras. Los tres habíamos tomado bastante, y yo en particular, llevaba puesta una borrachera como para cuatro o cinco personas.    
El departamento era hermoso pero yo me detuve en unos sillones alrededor de una mesa baja. Marcia se me pegó en la mullida embriagues purpura, y abrazados muy fuerte escuchamos atentamente la historia que el loco se dispuso a contarnos, con esa gracia y ese arremolinado arte suyo que nos hizo sentir como si todo estuviera pasando en ese exacto momento, ahí, frente a nosotros. Dijo entonces algo así como:
   
“Me sostengo, haciendo trabajoso equilibrio, en la idea de no mirar a los ojos a Constanza, que es un terrible caramelo inconcebible de una cantidad tan mínima de años que hacen que las ulterioridades posibles y deseables tengan pena de cárcel y creo que con cumplimiento efectivo e ineludible. La re putísima madre de dios padre, hijo y espíritu santo. Constanza juega con sus dedos en su boca y se sonríe. Los labios brillan, los ojos brillan. La piel irradia un sutil fuego anaranjado. La única verdad es una silueta cargada de toda la armonía posible en la naturaleza, y es inaceptable la veda que imponen los convencionalismos y la moral imperante en este mundo desconsiderado que tenemos que vivir por estos días, ¡la gran puta madre que me pario! Constanza habla con su amiga Lucia y mira de reojo. ¿O a mí me parece que mira? ¡Mira! Me voy en este momento. Su mano, ahora, se desliza por la parte alta del lateral de su pierna derecha llevando la pollera, ya de por sí muy corta, unos centímetros más arriba. Chau, me fui. La vida es tremendamente compleja, mucho, muchísimo, a veces demasiado, demasiada complejidad, y a Constanza la tengo absoluta y terminantemente prohibida por interminables razones que no tiene el menor sentido enumerar en esta ocasión. ¡Basta! En el barcito despedazado de la vieja de mierda desdentada, antipática y mala leche me espera una gaseosa helada con abundante hielo para meterme en los huevos. Un clavo saca otro clavo, dice un dicho popular que es una gran mentira y una profunda injusticia porque tratándose de personas y en especial de mujeres nadie remplaza a nadie, bajo ninguna circunstancia. ¿O sí? ¡No! Pero una rubiecita preciosa, dibujadita, está parada en el interior del bar horripilante. Es bajita, tiene una carita preciosa, el pelo muy corto, y un cuerpo compacto que expresa en sus movimientos una gran potencia física contenida. La piel es increíble, magnifica, asombrosa. La boca, los ojos, la mirada. Tiene tetas chiquitas. Es la belleza opuesta a la lánguida esbeltez voluptuosa de Constanza, pero tiene por lo menos cinco o seis años más, lo que la hace perfecta. Se da cuenta que la miro -y cómo la miro- y la noto incomoda. La veo desnuda. Intento tranquilizarme, estoy hecho un completo desastre. Voy a una mesa. Ella está parada frente al mostrador hablando con la vieja, y no puedo dejar de mirarla un instante. Intento. Bajo la vista buscando hacer evidente mi consternación ante tanta belleza concentrada, y me parece que da resultado: me mira directo a los ojos y hasta me da la sensación de que quisiera traspasarlos. Me esfuerzo por mantener firmes los labios, que tienden a temblar descontrolados. La necesito. De pronto estamos solos, la vieja desapareció en la cocina, o no sé. Le pido que me perdone y me responde por qué tendría que perdonarme. Le digo que por la forma en que la miraba. Sonríe. Es todavía más increíblemente hermosa de lo que ya me parecía. La invito a sentarse. Después de dudar un segundo acepta. Charlamos de todo y de nada, mi tema preferido. Pasamos un par de años muy lindos.
Esa línea invisible, intangible, inodora e insípida que separa la realidad de la imaginación, la vigilia rustica del sueño, el presente del pasado idealizado.
¿No sé por qué me puse a recordar aquello en este momento? Me estaba por morir de inanición hace cinco minutos, ya que Marcia no nos da de comer nada, y de repente me empecé a acordar del día en que conocí a Fabiana. ¿Será por qué Fabiana está entre lo mejor que me pasó en la vida? Seguro. Uno cuando tiene hambre se entretiene pensando en las cosas buenas que le pasaron en la vida para olvidarse del hambre.
Ella abría mucho los ojos y levantaba graciosamente las cejas cuando estaba contenta y me contaba algo. Muy pocas veces no estaba contenta, o por lo menos, casi nunca parecía que no lo estuviera. Tenía un humor fantástico y le encantaba charlar. Daba grandes vueltas para contar cualquier cosa y yo me reía con eso. En los dos años que estuvimos juntos me enseño bastante acerca de la alegría”.

Después de un rato de quedarse inmóvil y callado Omar dijo algo así como que siempre pensaba en ahogarse, que todo para él era agua, que la vida entera era liquida. Pensó un tanto y se corrigió: "vino" dijo, "la vida es vino".
"Ese cuadro lo pinté mezclando el acrílico con vino tinto", acotó Marcia señalando una pintura alojada en lo alto de una de las bibliotecas blancas. Nos debe haber visto la cara de espanto y se apuró a comentar que era vino malo y que lo compró apropósito. 
“Mientras seguimos buscando eso tan significativo que tenemos para hacer, lo único realmente importante es divertirse”, mandó el loco, extendiéndose la sonrisa con la palma de las manos.

La historia ya la conocía, Omar me la había contado varias veces manteniendo los mismos trazos fundamentales, pero aquella noche la entendí de otra manera; me ayudó a seguir de otra manera. Fue como si le hubiese pasado un resaltador fluorescente a ciertas y determinadas líneas.

Fuimos muy felices con Marcia ese par de años que estuvimos juntos.          

1 comentario:

  1. Me siento bien después de haber leído tu relato. Bien porque ingreso por mi propio camino a través de lo que proponés y de pronto empiezo a conocer a Omar, a Marcia, imagino las escenas, el clima, el vino, y esa fuerte atracción que tan bien describís. Aunque es todo tan lejano a mi propia vida, justamente eso me hizo sentir bien.
    A veces, o casi siempre, te leo y es como una película (leo bastante en estos tiempos, por suerte, y te digo que esto que te digo no es algo que ocurra siempre, ni siquiera con esos autores que más disfruto). Comentarte esto, compartir mi “ser lector” -jaja-, con vos, es un lujo que me doy.
    Lo que digo es que muchas veces me gusta mucho algo que estoy leyendo, pero estoy "afuera de eso", bueno, una de las diferencias de leerte a vos es que siempre estoy adentro, aún en un relato como éste, donde todo me es tan ajeno.
    Te agradezco, siempre, y no es una forma de decir... no es convención. Es agradecerle a este escritor (vos) que no sólo –entre otras cosas- me hace conocer nuevos “mundos”, sino que me hace formar parte de ellos.
    En fin, lo dicho. Y una vez más: Gracias. Siempre.
    Gaby

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